viernes, 31 de enero de 2014

Euskadi es una nación: ¿Y eso, qué es? artículo en EL CORREO 31/01/14 de ANDONI UNZALU GARAIGORDOBIL


Euskadi es una nación: ¿Y eso, qué es?

EL CORREO 31/01/14
ANDONI UNZALU GARAIGORDOBIL
· Para lograr todos sus objetivos el nacionalismo tiene que utilizar procedimientos y medidas que rompen la igualdad y la democracia
¿Quién lo dice? ¿Y, en cualquier caso, ser una nación qué quiere decir? Empecemos por el principio. Las revoluciones americana y francesa acuñaron dos términos novedosos: la declaración de independencia americana comienza diciendo «Nosotros, el pueblo» y el Tercer Estado de Francia, junto a unos pocos diputados del Segundo, se llamó a sí mismo «Asamblea Nacional». Los dos persiguen el mismo objetivo, reivindicar todo el poder político para el conjunto de la ciudadanía, hasta entonces en manos del rey y de la nobleza. Surge así el concepto de pueblo enfrentado a la nobleza, y Asamblea Nacional enfrentado a la Corte. El pueblo son todos los habitantes y la nación son esos mismos habitantes con poder político soberano. Por eso el primer artículo de la Constitución de Cádiz (1812) dice: «La nación Española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». No tiene ninguna otra connotación, es la unión política de todos los españoles, no hay identidad.
Pero a mediados del XIX vino el nacionalismo, arrasó Europa y todo cambió.
Con el nacionalismo el pueblo no son la gente, no son las personas, es otra cosa diferente y siempre lleva adjetivo: Pueblo vasco, Pueblo catalán… El pueblo existe desde antes y es independiente de las personas reales que viven en la actualidad. ¿Y cómo sabemos que lo que tenemos delante no es un montón de personas que viven en un sitio, sino que en realidad esas personas son un pueblo? Buena pregunta, pero tiene una respuesta sencilla: hay un pueblo cuando dos nacionalistas se juntan y dicen «aquí hay un pueblo». A partir de ese momento hay un pueblo y una nación. Antes de Sabino Arana Euskadi no era una nación, siendo tan antiguos, en los 7.000 años que decía el lehendakari Ibarretxe, a nadie se le ocurrió decir: «Somos una nación». Si preguntamos a un nacionalista si Navarra pertenece a la nación de Euskal Herria, «sin duda que sí», nos contestará. Y si le replico «pero, mire usted, una considerable mayoría de navarros piensa que no son nación vasca». «Es que aún no tienen conciencia nacional», me responderá. «Con la construcción nacional conseguiremos que al final se den cuenta de que, en realidad, sí que son de la nación vasca».
Bueno, pero entonces el pueblo, ¿qué es? Ya vemos que no es la unión de los habitantes; de nuevo tenemos que preguntar al nacionalista, porque es él quien ha definido lo que es: «El pueblo es una comunidad de identidad y tiene dos elementos principales, historia e identidad. Eso es el pueblo y la nación es la expresión política del pueblo». ¿Y el Estado qué es? «Ah! el Estado, el Estado es el poder político para defender la nación. Porque la nación sin Estado se muere». Un poco raro me parecen las prisas para la independencia porque si hemos aguantado 7.000 años sin ni siquiera saber que éramos nación, ahora que ya lo sabemos otros cien años aguantamos seguro, digo yo.
Aunque, en verdad, el Estado les hace falta para hacer ‘construcción nacional’. Esa es la verdad. Y yo me pregunto, si la nación existe, ¿por qué hay que construirla?
Y aquí nos encontramos un serio problema con el nacionalismo que, digan lo que digan, no se puede resolver desde la democracia y la igualdad. Dicho de otra manera: para lograr todos sus objetivos el nacionalismo tiene que utilizar procedimientos y medidas que rompen la igualdad y la democracia. Me explicaré.
Antes hemos dicho que en la concepción republicana de ‘pueblo’ y ‘nación’ participan todos los habitantes en igualdad de condiciones y con los mismos derechos políticos.
Si el concepto nacionalista de pueblo es una comunidad de identidad y la nación es la expresión política del pueblo, en ese pueblo no entran todos los habitantes, porque en todas las sociedades hay personas con sentimientos identitarios diferentes.
Dicho de otra forma: en la nación vasca nacionalista no caben todos los ciudadanos vascos, en la nación republicana sí. El problema es qué hacemos con los vascos que no pertenecen al ‘pueblo vasco’. Y la experiencia europea es desoladora: unos de esos que no eran ‘pueblo’ fueron concienciados debidamente con la constr ucción nacional, y millones más fueron asesinados o desplazados de su tierra.
Los nuevos nacionalistas nos están planteando un Estado que integra dos tipos de ciudadanos, los meros ciudadanos que no asumen la identidad del ‘pueblo’ –y nos dicen, tranquilos, tendrán garantizados los derechos básicos como todo el mundo–, y luego los ciudadanos nacionales, los auténticos. Y esperan que después de una generación los ciudadanos no nacionales se hayan ido o se hayan convertido con la construcción nacional.
Precisamente por eso, en el proyecto de Nuevo Estatuto del lehendakari Ibarretxe en Euskadi había ciudadanos vascos y nacionales vascos. Quisiera que me explicaran cómo se hace esto, respetando a todos los mismos derechos y las mismas oportunidades y sin marginar a nadie.
El definir el Estado como garante de la identidad común del ‘pueblo’ hace imposible la igualdad de los diferentes.
En Europa, después de las largas guerras de religión con sus masacres, se llegó a la conclusión de que para defender la libertad de conciencia el Estado no debiera tener religión, sino proteger a todas las religiones.
Después de muchos más muertos y asesinados por problemas identitarios, es hora ya de que digamos: los estados nacionalistas no pueden resolver el problema, porque son el problema. La solución se llama autogobierno y libertad de identidad, pero de eso hablamos otro día.


jueves, 23 de enero de 2014

Autorretrato del enfermo artículo de AURELIO ARTETA

Autorretrato del enfermo
AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, EL CORREO 22/01/14

Aurelio Arteta
· Aquí somos muy pluralistas, lo mismo aceptamos que se expresen libremente las convicciones de los perseguidores que las de sus perseguidos.

Acaba de publicarse un estudio del recién estrenado Deustobarómetro que recoge los resultados de un sondeo sobre la salud moral y política de nuestra sociedad. El autorretrato nos ayuda a conocernos, por mucho que en él no salgamos muy favorecidos. Si me lo permiten, esbozaré algún comentario sobre los aspectos que me parecen más preocupantes.

Empecemos por la conciencia que tienen nuestros conciudadanos acerca del carácter de su propia ideología política. Nada menos que la mitad de ellos se sitúa en la izquierda (probablemente «de toda la vida») y seguro que los militantes y afines de Bildu o Sortu se habrán clasificado sin excepción en este sector progresista. Se trata de una identificación duradera y ampliamente extendida…, pero al fin una confusión lamentable. Cualquier estudioso sabría explicarles cómo el nacionalismo étnico que profesan es por naturaleza una doctrina reaccionaria. Vengamos ahora a la confianza en los partidos políticos. Sobre un total de 10 puntos, la gente califica a los partidos con un suspenso demoledor (1’4) y más de la mitad piensa que son innecesarios para el funcionamiento de la democracia y sustituibles por plataformas sociales. Alarma el grado de populismo que encierra semejante rechazo, aunque no sea el suficiente como para que la abstención electoral prevista (un 40 %) llegue a asustar. La gente reniega de los partidos, pero después vota fervorosamente al suyo; sólo abomina de los partidos de los otros.

¿Perciben ellos alguna desigualdad de oportunidades –suponemos que ante todo oportunidades de empleo público– entre los que conocen el euskera y los que no?, se les pregunta. Y responden que sí: un 55 % de los encuestados observa grandes desigualdades y otro 35 % también pequeñas. Casi todos vienen así a confesar en el secreto de la encuesta que, a su juicio, la política lingüística en Euskadi engendra una sistemática injusticia pública y social. Ahora bien, como muestra de su exquisita prudencia, ellos no denuncian ni cuestionan en público esa injusticia. Castellanohablantes como casi todos los de alrededor, se suben al carro del vencedor y matriculan a sus hijos en el modelo D para que gocen de tantas oportunidades de trabajo como los euskaldunes…

Pues nuestra sociedad, eso sí, cultiva la virtud de la tolerancia. Fíjense si será tolerante, que un tercio de ella pregona que todos los ciudadanos puedan participar en el debate público del País Vasco. Aquí somos muy pluralistas, lo mismo aceptamos que se expresen libremente las convicciones de los perseguidores que las de sus perseguidos, todas nos parecen igual de respetables. Otro tercio es partidario de negar la palabra pública a los racistas, aunque podría ocurrir que el etnicismo vasquista no anduviera lejos del racismo… Y un porcentaje parecido lo forman quienes excluirían a los extremistas de derecha y de izquierda, a los extremistas islámicos y a los extremistas católicos. Es de temer que esa exclusión no iba a afectar demasiado a tales extremistas, que no albergan grandes deseos de meterse en debates públicos, sino más bien de acabar a golpes con ellos.

Hay preguntas de esa encuesta que, a mi entender, están mal formuladas. Si se le pide al interrogado que se pronuncie sobre la frase «en ningún caso se puede justificar la violencia para alcanzar fines políticos», se obtienen los resultados previsibles: la inmensa mayoría está de acuerdo con ella y sólo unos pocos recalcitrantes muestran su desacuerdo (a ver si imaginan quiénes). Pero eso no es jugar con la seriedad necesaria. Primero, porque en el País Vasco no hemos padecido la violencia a secas, sino una violencia terrorista. Y segundo, porque la violencia física del Estado atenida a la ley es la única justa para alcanzar fines políticos legítimos. Ignorar esta distinción capital por parte de muchos ciudadanos vascos ha alimentado a ETA, al menos porque impedía condenarla con la fuerza debida.

¿Que si los vascos conocen el Plan de Paz y Convivencia del Gobierno vasco? Sólo un 10% admite conocerlo mucho o bastante, mientras que el 90% restante muy poco, nada o ni siquiera ha oído hablar de él, como si ese plan no fuera uno de los temas públicos más aireados de la temporada. He ahí un buen ejemplo del grado de competencia cívica que reina en el territorio. Se diría que, si nada saben de ese plan, tampoco dispondrán de criterios lo bastante meditados como para evaluar la política sobre los presos y sus víctimas. Así lo revelan a las claras las preferencias mayoritarias: son más los que propugnan medidas para la reinserción de los terroristas y más aún quienes desean un relato imposible de la época del terror que nos complazca a todos, sin que importe tanto que complazca a la verdad. Y, por si fuera poco, para el 70% de los opinantes los partidos que más han contribuido a la paz definitiva han sido el PNV y Bildu. Déjenme hacerles un par de preguntas: ¿es lo mismo una paz definitiva que una paz justa?, ¿podrá ser definitiva una paz que no sea justa?

Resulta, en fin, que el 40% de entrevistados se siente tan vasco como español, y eso parece un excelente punto de partida para llegar a entendernos. Pero del otro lado asoma un porcentaje casi idéntico de quienes se tienen por más vascos que españoles o por sólo vascos, lo que hace presagiar algún fuerte encontronazo entre nosotros. Se dibuja un panorama en el que un tercio de esta sociedad (PSE, PP, etc.) está satisfecha con la porción de autonomía política de que disfruta, mientras que el doble número de ciudadanos (PNV y Bildu) declara que desea más autonomía o incluso la independencia política. ¿Qué quieren que les diga? Ojalá me equivoque, pero uno se acuerda de aquella sombría premonición de que «vendrán más años malos y nos harán más ciegos»…

AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, EL CORREO 22/01/14


miércoles, 1 de enero de 2014

“Albert Camus, ese maldito”, de Teresa González Cortés

     

“Albert Camus, ese maldito”, de Teresa González Cortés en vozpopuli.com

OPINIÓN
Tenía miedo de romper sus zapatos cuando jugaba al fútbol. No es para menos, Camus siempre supo lo que era vivir en el seno de una familia que, carente de recursos económicos, había quedado rota por la ofensiva bélica (su padre de origen alsaciano murió en las trincheras de la Iª Guerra Mundial, en la batalla del Marne, cuando él no contaba con un año de edad). Educado entre su abuela y una madre analfabeta y casi sorda, él admiraba la enorme fortaleza de Catherine Sintes, una mujer “escandalosamente pobre”, como así la define la hija de Camus. Trabajadora incansable, Catherine Sintes limpiaba casas para sacar adelante a la familia. No obstante y a pesar de estas circunstancias, Albert Camus (1913-1960) conocería la dicha de la gratitud, la fortuna de la lucha y el gozo del optimismo en los lazos de la solidaridad. Y ante los esfuerzos colosales de su madre, admitió que sentía pertenecer “a un noble linaje”.
Cerca de los parias, de ellos aprendió la humildad y reivindicó la esperanza. Y no solo eso. Camus intentó no caer en los peligros de los artificios, en los riesgos de una inteligencia embustera. De ahí que él no deseara para su país “ninguna forma de grandeza, ni la de la sangre ni la de la mentira” porque, en su opinión, la grandeza era una invención que genera soberbia y fanatismo.
Una cosa más. Él no fue un intelectual complaciente con el poder ni un sabio alambicado, cosa que algunos le reprochan. Y es que, a diferencia de la mayoría, Camus buscó calmar su sed en las aguas de la duda saludable y lejos, igual que hizo el viejo Pirrón, de los desiertos de la intolerancia. Es más, por su compromiso con la verdad, se empeñó en retratar la carnalidad de la existencia yquiso en sus escritos periodísticos, novelísticos y… filosóficos dar testimonio sin censuras ni equívocos, de las desdichas, de los dolores, de la muerte de las personas reales. Quizá por eso, diría Camus, “no estoy hecho para la política porque soy incapaz de desear o de aceptar la muerte del adversario”.
Filósofo “maldito”
Desde la vida que reivindica la vida nacía su hondo antiescolasticismo. Y de la salvaguardia incondicional de la vida brotaba ese genial inconformismo ockhamista suyo que le conducía a refutar las ideologías de las avanzadillas. Y a escapar de la “hýbris”, de la desmedida de los Savonarolas de su época. Y si su actitud, analíticamente desconfiada y brutalmente lúcida, llegó a provocar ríos de incomprensión, de discrepancia entre sus contemporáneos, con su ensayo El hombre rebelde (1951) Camus sería convertido en un “extranjero”, en un filósofo incómodo, “maldito”, por haberse atrevido a desvelar las tiranías que esconde el nacionalismo.
Divergiendo de los intelectuales de referencia, Albert Camus (que había abandonado en 1937 el Partido Comunista francés justo cuando todo el mundo se afiliaba a él) no silenció la vergüenza del pacto germano-soviético. Tampoco los asesinatos que ejecutaban los líderes del marxismo-stalinismo. Y por exponer esta sumarísima verdad era expulsado, cual hereje, del  “Grupo de Saint Germain”, liderado por Sartre. Éste responde a su antiguo amigo en la revistaTemps Modernes (agosto de 1952, nº 82). Y en  su artículo Los comunistas y la paz argumenta a favor de la política de Stalin y declara, en clara alusión a Camus, que “un anticomunista es un perro”.  Recordemos que Sartre opinaba que “no hay que despertar a Billancourt”, frase con la que hacía hincapié en no facilitar a la clase obrera evidencias de los campos de concentración en la U.R.S.S.
Disidente, distante y distinto, a contracorriente, Albert Camus no queda atrapado en la falacia de perpetrar el mal para conseguir el bien. Y es que Camus tiene a su favor oponerse a las jaulas ideológicas de la filosofía y no acepta la incoherencia de pretender edificar una sociedad de ideales absolutos a partir del sufrimiento de mujeres y hombres. Esto explica por qué, en su antiplatonismo,critica con dureza implacable los grandes sistemas filosóficos de su época (existencialismo, marxismo, nazismo, fascismo, colonialismo…) y no tanto por el carácter inmutable que arrostran esas teorías a la hora de entender la Historia, que también, cuanto sobre todo porque en todas esas concepciones los individuos son transformados en marionetas y, por ende, sacrificados en el altar de las ideologías. Opuesto a los “ismos”, a Camus sólo le interesa el camino de la dignidad, no la artimaña de esconder y justificar las desdichas de los seres humanos bajo la tela de “conceptos-bandera”. 
Pensamiento de “encrucijada”
Camus es un hombre solidario, un pensador independiente, un filósofo de la frontera que desde su percepción del poder advirtió los abusos que se cometen en nombre de la Ley y la Justicia. Y tal es su “engagement” o su compromiso con el ser humano que, en la perspectiva de ese argelino francés por el que corría sangre española, la vida lo baña todo. Y él que había luchado en la “Resistencia” será quien pida clemencia por el escritor “colaboracionista” R. Brasillach, sentenciado a muerte en 1945.
Muchos destacan la luminosidad  incluso nietzscheana de su “pensée du midi” o de su exaltación a la vida mediterránea del “sur”. Yo de Camus prefiero rescatar ese pensamiento suyo de “encrucijada” arriesgado y prometeico que jamás se deja embriagar con las cumbres de la alta política ni enredar en los juegos dialécticos de la farsa filosófica.
Ni víctimas ni verdugos
Difícil de entender en un mundo arrastrado por la ilógica, Camus se enfrentó a la oscuridad del miedo, viniera del lado de donde vinera, y abogó, una vez estallado el conflicto colonial de Argelia (1954-1962), por la paz, por la prudencia, por el federalismo, por la  generosidad política de ambas partes, por la política de integración, por ayudar a conceder medidas de gracias a los argelinos condenados a muerte, por restablecer, en suma, la concordia ciudadana.
Sin tibiezas, y en desacuerdo con ambos bandos, reprendió el uso de la tortura, la instrumentalización del asesinato colectivo en las estrategias militares de Francia. Pero igualmente criticó la caída al absurdo de ciertos grupos argelinos que recurrían al terrorismo como puerta de salvación. Su postura rebelde, poco dada a los cajones de sastre, nunca fue grata: en Francia era considerado sospechosamente “africano”. En Argelia, su tierra de nacimiento, se le tipificaba “pied-noir”, francés residente en Argelia que encarna el espíritu colonial de los conquistadores. En ambos lados, Camus fue tachado de indiferente a la causa nacionalista.
Sin embargo, Camus cuya única posición fue la defensa de la vida se aleja de cualquier legitimación de la violencia. Y rehuyendo los lugares comunes de la discusión política rompió y destrozó los clichés al uso. Es más, como el célebre filósofo pacifista Pierre-Joseph Proudhon, no se dejó llevar por el derramamiento de sangre que conllevan las batallas ideológicas. De ahí que no encontrara justificación alguna a la guerra brutal ejercida por las fuerzas del Estado. De ahí, asimismo, que privara a las tácticas fascistas del F.L.N. de cualquier validez.
Contra la guerra
Incomprendido y difícil de comprender en un siglo, el siglo XX, lleno de guerras y odios causados por los nacionalismos, un 12 de diciembre de 1957 sus palabras levantarían polvareda en la Maison des étudiants de Estocolmo en el momento en que él, AlbertCamus, a raíz de la obtención del Premio Nobel de Literatura,responde tras ser preguntado por Argelia: “He condenado siempre el terror. Debo condenar también el terrorismo que se ejerce ciegamente en las calles de Argelia, por ejemplo, y que un día puede herir a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero yo defenderé a mi madre antes que a la justicia”.
Ya lo había señalado dos días antes durante su discurso de recepción del Premio Nobel: el rol del escritor  “por definición no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la historia: está al servicio de los que la sufren. [… ] Sean cuales sean nuestros defectos personales, la nobleza de nuestro oficio siempre echará raíces en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión”.