Estudiar la
historia de la humanidad, que es a lo que me dedico estos últimos años, produce
un sentimiento de impotencia, una sensación de déjà vu, una irritación ante la
dificultad del ser humano para aprender ciertas cosas. El MUNDO me pide un
artículo sobre la crisis de Egipto y sobre la posibilidad de exportar a otras
culturas formas políticas nacidas en un contexto occidental. Estoy de
vacaciones, a la orilla del Mediterráneo, ese mar memorioso, que une y separa
la cristiandad, el judaísmo, el islamismo, Atenas, Roma, Jerusalén, La Meca. Mi
primera reacción fue rechazar la invitación. No soy un experto en política, y
en la actualidad investigo sobre nuestra dependencia de una doble herencia
–genética y cultural– que actúa sobre nosotros sin que lo sepamos. El genoma
biológico ha sido descifrado, y me interesa saber si se puede descifrar nuestro
genoma cultural, el que hace que nos resulten evidentes cosas, por el hecho de
haber nacido en una cultura y no en otra. Lo que está sucediendo es una
demostración de cómo el cambio institucional exige un cambio en esa herencia
cultural, y por eso me decido a escribir este artículo.
Cuando
apareció la Primavera Árabe sentí un deseo de tener esperanza, más que una
esperanza real. Por decirlo con una expresión castellana de origen árabe, un
¡ojalá!, es decir, un Alá lo quiera laico. Manuel Castells escribió sobre las
«redes de la indignación y la esperanza», jaleando el hecho de que las nuevas
tecnologías permitieran que los movimientos de indignados tuvieran un poder del
que habían carecido hasta ahora. Hubiera deseado que Castells tuviera razón,
pero no pude dársela. La indignación es un sentimiento maravilloso, y en mis
libros he defendido que debe fomentarse en los niños. Es una protesta afectiva
contra la injusticia. Y su emocional grito –«¡No hay derecho!»– es una de las
claves de nuestra dignidad. Pero como filósofo sé que es más fácil ponerse de
acuerdo en lo que es injusto que en lo que es justo, de la misma manera que es
más fácil definir el sufrimiento que la felicidad, o la enfermedad que la
salud. La indignación –la protesta contra la
injusticia o la tiranía– aglutina a mucha buena gente. Pero el momento
posterior, el momento constructivo –el que responde a la pregunta ¿y qué es lo
justo y como conseguirlo?– disgrega y enfrenta. Por eso es más importante
ponerse de acuerdo en lo que se quiere conseguir que en lo que se quiere
erradicar. Es posible que el lector piense que soy un hipercrítico
que no me entero de la realidad. Lo que quieren los protagonistas de la
Primavera Árabe es acabar con la dictadura e implantar la democracia. Pero ¿qué
quiere decir eso? La democracia es sin duda el mejor sistema para organizar la
administración del poder, pero no todo lo que democráticamente se decide es
justo. The Freedom House considera que hay 118 naciones democráticas, pero solo
90 libres. Esto es sin duda un gran escándalo. Lo que ocurre en el mundo árabe
es importante para todo el mundo, porque ejemplifica la gran limitación
democrática. La democracia no es la norma suprema, sino
que tiene que estar sometida a derechos superiores a la democracia, de origen
ético, no religioso. Esta fue una convicción que costó en Europa siglos de
guerras ideológicas. El genoma cultural de las religiones monoteístas
desconfía de la democracia. Afortunadamente, sabemos que la expresión de
nuestros genes biológicos y culturales depende del entorno en que vivamos. El
final del siglo XX fue la era de la genética, pero el siglo XXI será la era de
la epigenética. El entorno acaba modificando nuestras influencias genéticas.
Pero esto necesita tiempo, educación y el conocimiento, proporcionado por la
historia, de que las morales religiosas deben someterse
a unos principios éticos de nivel superior.
Volvamos al
ejemplo de Egipto. Como en otros países árabes, se plantea un problema: una fuerza
no democrática –al menos según los estándares occidentales– como son los
partidos islámicos, puede alcanzar legalmente el poder. Es esto lo que resulta
inquietante. En Europa tenemos la experiencia de que Hitler accedió
democráticamente al poder. Con facilidad todos podemos pensar que la democracia
es estupenda siempre que triunfen los que creemos que tienen razón.
La
democracia consiste en admitir que el gobierno está en el pueblo. La ética fija los límites de lo que la democracia puede
decidir. Antes de que fuera maltratada, la palabra liberalismo significaba eso.
La libertad del individuo y sus derechos eran un valor en sí y no podían
ser atropellados por el Estado, por muy democrático que fuera. Pondré un
ejemplo. La Revolución francesa fue democrática, pero no liberal. Seguía
venerando el poder absoluto y su único cambio fue arrebatárselo al soberano
para entregárselo a la voluntad popular. La revolución americana fue más
liberal: desconfiaba del poder absoluto, lo ejerciera quien lo ejerciera. Por
eso, no es contradictorio que haya una democracia totalitaria, es decir, que
entregue el poder legalmente a un gobierno dictatorial ideológicamente, por
ejemplo, que se rija por la sharia. Lo que es contradictorio es que haya una
democracia éticamente fundada que no respete los derechos individuales.
Confío en la
inteligencia humana y en su capacidad para resolver problemas. También en
política. De la misma manera que en el plano teórico se encamina hacia una
mentalidad científica, porque es más eficaz que la superstición o las
mitologías, en el terreno político se dirige hacia sistemas democráticos
éticamente fundados, porque satisfacen mejor las aspiraciones humanas. Por ello
me he atrevido a enunciar una Ley del progreso ético/político de la humanidad.
«Cuando se eliminan cinco obstáculos –la miseria, la ignorancia, el dogmatismo,
el miedo al poder y el resentimiento–, las sociedades evolucionan
espontáneamente hacia regímenes democráticos, respetuosos con las garantías
jurídicas y los derechos individuales». La historia parece confirmar esta ley.
Un país rico, culto, democrático, como era la Alemania de Weimar, pudo
retroceder hacia una feroz dictadura porque se aprovechó el resentimiento
provocado por el Tratado de Versalles, y se impuso un dogmatismo racial. Los
politólogos han estudiado las condiciones previas para la democracia, que
coinciden con las señaladas en la anterior ley. Todavía hace un par de semanas
en una revista de la Universidad de Harvard he leído una referencia –elogiosa–
a la afirmación que hizo un ministro franquista –Laureano López Rodó– acerca de
la dificultad de que un sistema democrático se implantara en una sociedad con
menos de 2.000 dólares de renta per cápita (de los años sesenta). Tiene que
ser, por supuesto, una renta equitativamente distribuida, porque Arabia Saudí o
los emiratos árabes tienen una renta per cápita muy alta, tan desigualmente
distribuida que es un freno a la democracia.
La
ignorancia y el miedo (por ejemplo, los despertados por regímenes policiales o
por una dictadura sacerdotal) son obstáculos a salvar si se quiere favorecer la
transición a la democracia. Pero hoy quiero insistir en el dogmatismo. Hay una
postura religiosa o políticamente integrista, refractaria a todo tipo de
aceptación de los derechos del adversario, que se dio en reinos cristianos, en
dictaduras totalitarias fascistas, en regímenes comunistas, o en países
islámicos radicales. Fattima Mernissi ha hecho un fascinante recorrido por la
historia del islam para demostrar que no es la religión sino el despotismo de
las clases dirigentes, lo que ha llevado a los países a su situación. Lo llama
«amputación de la modernidad». El gran miedo es la democracia. Mernissi se
pregunta por qué es tan temida la democracia y responde: «Porque afecta al corazón
mismo de lo que constituye la tradición: la posibilidad de adornar la violencia
con el manto de lo sagrado».
Todo esto
nos señala el camino para favorecer la asimilación de la democracia. La
historia nos dice que la tentación de imponer sistemas de valores por la fuerza
ha sido una constante de la humanidad: lo hizo el cristianismo, la revolución
francesa, las potencias coloniales, el comunismo, el islamismo. No es el
camino. Hemos de confiar en la inteligencia humana y pensar que si eliminamos
los grandes obstáculos que he mencionado –la pobreza, la ignorancia, el
dogmatismo, el miedo al poder y el resentimiento– la evolución hacia la
democracia y hacia la ética será espontánea.
José Antonio
Marina es filósofo.
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