Golfillos
EDUARDO
URIARTE ROMERO 12/08/13
Eduardo
Uriarte
· Sin
lealtad constitucional no existe sociedad política y todo se va al garete. Ante
nuestros ojos se desmorona el sistema, y a pesar de que nos quejemos en nuestra
incapacidad y frustración de las
presiones e intromisiones europeas es muy posible que sean ellas las que mantengan el hilván de eso
que en su frivolidad e ignorancia el
anterior presidente denominó concepto discutido y discutible: la nación.
Sin lealtad
constitucional se van perdiendo las buenas formas. Desaparecen los objetivos políticos generales, comunes -muy
posiblemente ni siquiera los haya particulares, sino improvisaciones
caprichosas-. La política, simplemente,
es un vivir mandando, cueste lo que cueste, sin saber para qué, salvo
para mandar. Se manda y otros no lo hacen, se amanece mandando que no es poco,
frente al otro, convertido en enemigo y no en compatriota. Sin lealtad
constitucional desaparece la educación política, y después la cívica, y el
respeto, y así se convierten los plenos del Congreso o del Senado en soeces
patios de corrala zarzuelera. Los debates se reducen a “un tu más”, a discurso
demagógico, a baratos aplausos al líder, para que nos vea y nos promocione,
pues se queda fuera de lista el que no aplauda, convirtiendo en hordas
sarracenas a las bancadas. En este ambiente el que se juega más es el PSOE,
pues no es consciente que en su oposición desmesurada e izquierdista no va a
superar al PP, sino que se va a cargar un sistema que le es más necesario que a
la derecha. Ejerce el harakiri de la socialdemocracia, pues, si para el
comunismo el izquierdismo era una enfermedad infantil (Lenin), para la
socialdemocracia es el cáncer.
Si el PP
negándose a la comparecencia de Rajoy por su actual escándalo de corrupción no
favorece el juego limpio en democracia, el PSOE tampoco lo hace en Anadalucía
por los EREs. Sin embargo, al amenazar éste con una moción de censura al
presiente realiza una irresponsabilidad fragante, pues es la mayoría del PP un
elemento de estabilidad muy importante que se está dispuesto a erosionar. Estabilidad
que para sí quisiera Italia o Grecia, y causa no baladí para que la prima de
riesgo baje y sus consecuencias se
empiecen a dejar a sentir. El problema es que si el PP acierta igual vuelve a
ganar las elecciones.
La misma
actitud irresponsable convirtiendo la educación en campo de batalla, auténtica
carga de profundidad para el futuro y problema para que no salgamos de la
crisis. O la incapacidad de asumir necesarias reformas, como la local o
territorial (porque de su actual formulación viven los partidos), o la fiscal.
O el mal comportamiento irresponsable ante las relaciones exteriores, empezando
por el contencioso de Gibraltar, o dispares y oportunistas decisiones ante la
lucha antiterrorista. No están ustedes para pegarse, están para buscar las soluciones,
y mientras éstas tengan más apoyo, mejores soluciones.
Sin lealtad
constitucional, respeto a la ley y ejemplaridad cívica, no se merecen nuestros
dirigentes que paguemos los impuestos. Nos invitan a que seamos anarquistas, no
sólo por aquello de la emotividad y apasionamiento esenciales del españolito,
que es un tópico hecho realidad por los repetidos errores que los dirigentes
promueven, no porque esencialmente seamos anarquistas. Anarquismo que parece
consustancial a nuestra idiosincrasia política, pero que es consecuencia de los
grandes periodos históricos de inoperancia política, simple consuelo anímico de
las masas y espontánea reacción de furor que acaba profundizando el desastre.
Para colmo al anterior presidente se le ocurrió reivindicar en el diario El
País los orígenes libertarios del socialismo español, promoviéndolo ante la
opinión pública, para escarnio de Lafargue, y desconociendo, los orígenes
reales del socialismo español y su salida de la I Internacional.
No es de
extrañar que los nacionalismos periféricos se escapen a todo correr separándose
de la España que ustedes están dejando. ¡Oigan¡, que están ahí para dirigir el
país, controlar, gobernar, no por el poder por el poder, para eso estuvo
Franco. A ustedes se les elige para que dirijan el país y luego se les vota a
otros. Su trabajo no es el de una empresa mercantil, el partido no es un fin en
sí mismo, el fin, y relativo –pues el sistema es democrático, por lo tanto
reformable-, es el sistema que se comprometen dirigir y sostener. Pero sin
lealtad constitucional no hay nada de eso, ni razón para que les votemos.
No es que el
sistema se articulara para que ustedes hoy
aparezcan como unos degenerados, si, los políticos como unos de los
principales problemas de España. Posiblemente primero fueron las formas, los
comportamientos, las ideologías internas de cada colectivo político, y después
se empezó a descubrir que la estructura jurídico política favorecía el poder e
influencia de los partidos. Así se convirtieron en auténticas hordas de clanes, comandadas por
barones, con enorme poder e influencia en la sociedad, con capacidad de presión
en todos los poderes del Estado, en las
entidades civiles, universitarias, fundaciones, empresas, etc. Y la democracia
se fue convirtiendo en un caldo propicio para la aparición de los calígulas,
que llaman al pueblo, sin respeto por la ley, en nombre de la democracia, para
cargarse a ésta.
El partido,
instrumento para alcanzar el poder, se convirtió en el fin, a la sociedad
civil, en el fondo despreciada, se le contempló como gregaria, manipulable
mediante la subvención –ahora que no hay
dinero se descubre la debilidad de lo que se ha formado, pues ya no sirve-. La
realidad se acaba observando, y actuando sobre ella, desde la enajenación que producen
los pasillos de las sedes de los partidos, por unos personajes que en su
mayoría no saben lo que es ganarse el pan en la calle. Los partidos se han
transformado en partidas, sectarios y agresivos, volvieron al cainismo
decimonónico, esquilmaron sobre el terreno a la población, y fueron dejando
edificios sin construir, parcelas abandonadas, aeropuertos sin utilizar,
autopistas sin coches….
No es sólo
que los partidos nacionalistas quieran garantizarse el poder separando un
territorio, es que los partidos que no son nacionalistas van camino de lo
mismo, acabando por ser nacionalistas en aquellas comunidades donde llevan
un tiempo mandando, provocando
clientelas prisioneras, que es como organizar un nuevo estado. Así se reparte
el territorio y la sociedad, como en el medioevo, y se pasa a controlar a la
población con procedimientos similares. Pero el sistema acaba fallando porque
las cajas mal gestionadas acaban sin dinero que derrochar.
Menos mal
que estamos en Europa. Es más cómodo como ciudadano europeo llevar a
delante una profesión, recibir
asistencia sanitaria, o pagar los impuestos, que trasladándose de unas
comunidades autónomas a otras. Y en algunas de ellas, como en Euskadi, de una provincia a otra. En Euskadi, hoy Euskal Herria, se vuelve al nombre preliberal
porque anuncia la sociedad caciquil de los carlistas. Euskal Herria a la que el impulso de esa gran revolución
conservadora auspiciada por ETA, que lidera todo el nacionalismo, nos ha
retrotraído – consiguiendo ETA transformar el carlismo en falangismo, cosa que
el Caudillo no puedo hacer-. El resultado: probablemente no vivamos tanto en
una democracia moderna como un sistema de partidos. Y, sin embargo, la
Transición lo que preconizaba era una democracia, en la que los partidos tenían
su papel, y no al revés.
El partido
forma cual una tortuga romana, al crítico o disidente se le deja a la
intemperie. El colectivo político busca
el poder, funcionando, como ya describiera Max Weber, expoliando al Estado
(asumible si además se dedicara a hacer política para todos), o formando parte
fundamental de lo que Cesar Molinas define como las “élites extractivas”. De lo
que se preocupa el partido es del partido, y una parte fundamental de esa
preocupación es su financiación. No le basta lo legalmente recaudado, hacen
falta muchos conseguidores, tesoreros, o como se llamen, que la buscan para el
partido, llevando, si la llevan, una contabilidad B, o mantienen los recursos
en el calcetín o en Suiza. Estos golfillos son los más importantes en un partido,
y si cometen tropelías no hay manera de echarlos. Vean lo de Bárcenas, hasta
cuándo ha durado aguantando en el partido. Y cualquiera les pregunta a estos
personajes cómo va lo del dinero, es algo misterioso. Son tan importantes que
tienen estatus blindado.
En este
sistema de partidos los que si son prescindibles, muy prescindibles, sobran por
molestos, es esa gente culta, universitaria, o profesional, con méritos de
sobra, que de vez en cuando se acercan a los partidos –porque en ocasiones a
éstos les gusta lucirlos un poco, sobre todo en campaña electoral, aunque cada
vez piquen menos-, que a la primera de cambio se les manda a freír puñetas. Al
fin y al cabo lo único que pueden aportar al partido es cultura, ética,
profesionalidad, discurso, todas esas cosas que hoy las empresas de marketing y
publicidad entregan a manera de titulares de prensa a las direcciones de los
partidos por cuatro gordas, las que traen los conseguidores, y no hay que
aguantar a esos pesados, que suelen ser diletantes y hasta críticos por ser
listos. Vean, hagan la comparación, lo difícil que le ha sido al PP echar a
Bárcenas y lo fácil que le ha sido al PP en la Comunidad de Madrid hacerlo con
Jon Juaristi. Es que en los partidos se mima a los golfillos, porque son los
necesarios. Cuestión preocupante, que
nos puede hacer pensar y llevar a la conclusión de que el problema no sea que
haya corrupción en los partidos, sino
que los partidos sean entes corruptores.
Es que de
hecho lo son. Los son desde los orígenes de la democracia en Atenas. Desde
entonces se conocía su maldad intrínseca, su vocación totalitaria. Desde la
antigüedad, pues son organismos encargado de gestionar el poder, la riqueza y
la pobreza, la vida y la muerte, y desde ese poder caen en la corrupción. De
ahí la necesidad de limitar su ansía de poder, necesidad de los contrapoderes
del Estado promovidos por Montesquieu, al que Guerra declaró muerto. De ahí la
necesidad de limitar el poder de los partidos y otorgarle el que corresponde a
entidades civiles, como universidades, fundaciones, asociaciones…, siempre y
cuando éstas no sean ya meras correas de transmisión de los partidos. Sin
embargo aquí los partidos lo controlan todo, y la entidad que no se deja
dirigir acaba desapareciendo. No hay
premier británico que se atreva
aconsejar en los temas políticos o sociales que les corresponde al
rector de Oxfor o Cambridge. La británica es otra tradición en la que los
políticos hasta dimiten.
El problema
catalán, el vasco, con ETA incluida, la
crisis educativa, la corrupción, incluso la crisis económica, tiene su origen,
o parte de él, en la idiosincrasia de los partidos españoles, y en una
estructura jurídico política que favorece el poder de éstos. Mientras sea así
los partidos se gestionarán por golfazos y golfillos. El maquillaje que se va a
usar está pasado de moda, se han realizado demasiadas operaciones cosméticas en
el pasado como para aceptar a estas alturas que la Ley de Transparencia vaya a
evitar los profundos problemas de ineficacia y corrupción existentes. La contabilidad
B seguirá existiendo, pues lo importante es articular un organismo fiscalizador
de los partidos ajeno a los mismos, y no el actual Tribunal de Cuentas cuyos
miembros son designados por los partidos. Lo importante es constituir un sistema judicial menos influenciado por
los partidos. Acercar a la sociedad la política y su control mediante una Ley
de Partidos que exija un funcionamiento democrático dentro de los mismos, pues
reproduce la paradoja que los encargados de gestionar la democracia no la
respetan en su seno.
Es necesaria
una ley electoral que promueva el acercamiento de sociedad a sus elegidos, pues
en la actualidad los desconocen, y no se les fiscaliza. Ley electoral y de ley
de partidos que permita la autonomía del electo respecto a los partidos, pues
su actual dependencia socaba la naturaleza de representante del pueblo que
debiera disponer, sustituida hoy por la de representante de su partido. Una
exigencia de méritos a los candidatos, y no la importancia de aparecer en una
lista de siglas, una capacidad del electo de ejercer con libertad su encargo
representativo, y no ser un mero peón del grupo correspondiente, etc, etc.
Porque, de lo contrario la democracia se la cargarán los que más dicen
defenderla: la “nomenclatura” ayudada por los golfillos.
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