martes, 27 de agosto de 2013

El fuste torcido de la Humanidad, artículo de de Joseba Arregi en El Mundo



El fuste torcido de la Humanidad
 Joseba Arregi en El Mundo, 27 agosto, 2013

El autor reflexiona sobre la sensación de omnipotencia que nos ofrece la actual cultura tecno-científica. Considera que, dada la complejidad de nuestro mundo, es imposible la formación de la responsabilidad moral

Es conocida la frase de Kant según la cual el hombre está hecho de madera torcida, lo que fue utilizado por Isaiah Berlin para argumentar la dificultad, o imposibilidad, de construir un sistema ético único, jerárquico y completo: el ser humano lleva la torcedura en sus genes. Algo parecido afirman algunos sociólogos cuando definen la situación de crisis de la modernidad como debida a la acumulación de efectos colaterales no queridos por la propia modernidad en su intento de crear una nueva cultura (Beck).
Esta idea me ha venido a la mente leyendo algunos editoriales que comentan la decisión del juez que lleva el caso del Alvia accidentado en Galicia de imputar a responsables de Adif y de Renfe. Vaya por delante que no trato, en absoluto, de poner en duda esa decisión judicial, pues si algo merecen las víctimas de ese desastre ferroviario es que se llegue a la máxima justicia posible.

Leo en el editorial de EL MUNDO del miércoles 21 de agosto: «y que el concepto mismo de ese tipo de transporte debería excluir la posibilidad del error humano. Una tecnología tan sofisticada no puede tener esos agujeros negros». Y en el editorial de El País del mismo día se puede leer lo siguiente: «Del auto del juez se deduce que todo significa generalizar a todas las líneas de velocidad alta el sistema ERTMS, capaz de subsanar todo error humano previsible de manera automática».

Lo que merece reflexión, en mi opinión, es la sensación que se desprende de ambas opiniones editoriales de que es posible un mundo sin accidentes si se aplica toda la tecnología de la que ya disponemos, la idea de que el hombre sigue siendo de madera torcida y puede equivocarse, pero que ha sido capaz de dotarse con medios tecnológicos suficientes como para enmendarse a sí mismo y eliminar las consecuencias de esa torcedura, de su tendencia a equivocarse.

Esta idea es cumulativa con otra idea que, en estos años de crisis económica ha quedado relegada a un segundo plano, pero que hasta hace pocos años nos saludaba de cada página de periódico y de cada noticiario televisivo: la vejez no es invencible, la investigación avanza hacia la posibilidad de derrotar la muerte, o al menos de retrasarla hasta límites inimaginables, la ciencia nos hace de alguna forma omnipotentes, cumpliendo así lo que, según Richard Sennet, nos promete la tecnología de la que esperamos siempre más potencia en Pferdestärke (caballos de fuerza) ¿los automóviles?, más capacidad de almacenamiento, una especie de memoria total ¿en los soportes para guardar y escuchar música?, más potencia de memoria en nuestros ordenadores, o sustitutoriamente en los smartphones, tablets o demás gadgets sin los que nos creemos estar desnudos.

Lo que sucede es que esta esperanza sólo se puede cumplir si llegamos a ser capaces de crear robots que no dependan de nosotros, y de que ellos sean los que establezcan los protocolos de actuación de los humanos para cada caso. Hasta el momento, por lo que conozco, todavía la tecnología sigue siendo producida por humanos, aunque sea, cada vez más, con ayuda de tecnologías previamente creadas por los humanos. Y si las tecnologías han sido creadas por los humanos participarán, de alguna manera, de la torcedura que le es propia al hombre.

Algo que conocemos bien del mundo de la política, especialmente                            , que los términos autonomía, autogobierno o autodeterminación, bastante sinónimos en atención a su raíz, derivan su significado último del término soberanía que significa poder absoluto, ilimitado, incomunicable e indivisible (Bodino), en el caso de la ciencia y la tecnología produce el mismo campo semántico: la autonomía soñada por la cultura moderna para el hombre, superando las heteronomías por las que se deja esclavizar, utilizando para ello el saber ?ciencia y tecnología?, se define por la esperanza de alcanzar la omnipotencia, la eternidad y la superación de todos los límites.

La literatura romántica alemana produjo el personaje del Barón de Münchhausen Rudolf Eric Raspe, basada en una figura histórica que vivió entre 1720 y 1797?, un personaje de chiste, personificación de todas las contradicciones, la encarnación de que los sueños de poder ilimitado del hombre terminan, en el mejor de los casos, irrisoriamente, o en el peor, con la muerte. Personalmente una de las imágenes de ese Barón de Münchhausen más significativas es la del momento en que se encuentra en arenas movedizas, a punto de ser engullido por estas para causarle una muerte segura, y de las que intenta librarse tirándose a sí mismo de la coleta, con lo que termina presionando hacia abajo con los pies y ayudando a las arenas movedizas a cumplir con su fatal función de engullirlo.

El Barón de Münchausen es el contrapunto que pone el romanticismo al sueño ilimitado de la razón ilustrada. Es un contrapunto necesario, no para desesperar radicalmente del sueño ilustrado, sino para no perder de vista sus limitaciones humanas, ya vistas y reconocidas por el gran ilustrado Kant como lo pone de muestra su citada frase de la madera torcida de la que está hecho el hombre. Pero incluso en unos momentos en los que crisis de todo tipo nos agudizan la conciencia para temer las consecuencias de ese sueño de omnipotencia ?en el Estado, en el mercado, en la ciencia, en la matemática, en las revoluciones, en el pueblo, en la nación, incluso en la misma democracia? el sueño se nos vuelve a colar por cualquier resquicio, como dicen Adorno y Horkheimer de los dioses expulsados del escenario por la revolución ilustrada, que se vuelven a colar en cuanto nos descuidamos, habiendo nosotros perdido la capacidad de reconocerlos en su calidad de dioses, pues creemos haberlos expulsado para siempre.

La pérdida de esa capacidad de reconocer a los dioses que vuelven camuflados al escenario y que somos incapaces de reconocer se manifiesta en nuestros días, entre otras cosas, por nuestra convicción de que vivimos, con algunas excepciones deplorables, en una cultura y un tiempo radicalmente secularizados, en los que las religiones y las iglesias han perdido su capacidad de influencia social. Nos creemos y sentimos tan seculares que hemos perdido la capacidad de percibir la cantidad de fe que exige la vida ordinaria moderna: en los expertos, en la ciencia, en la tecnología, en la culpabilidad de alguien cada vez que se produce un accidente ?término que ha perdido todo su significado?, en la maldad de unos pocos, en diablos omnipotentes capaces de todo el mal del mundo, en la CIA, en la NSA, en Wall Street, en The New York Times ?por no citar los de cerca-, en The Economist, en el FMI cuando dice lo que nos interesa, y si no, lo clasificamos en el campo de los diablos malos al igual que todo organismo internacional.

Esta ideología nada manifiesta de la omnipotencia que nos acompaña permanentemente en la vida actual tiene una consecuencia seria en lo que a la conciencia de la responsabilidad se refiere. La cultura moderna, con su ingente desarrollo tecno-científico, ya ha dificultado enormemente la percepción de la responsabilidad personal. Según explica el filósofo Hans Jonas, para desarrollar capacidad de responsabilidad moral es preciso percibir las consecuencias de las acciones que llevamos a cabo. La complejidad del mundo que hemos creado hace que los pasos intermedios, las situaciones intermedias, las mediaciones entre el acto personal y sus consecuencias estén cada vez más distanciadas, de forma que la formación de la conciencia moral, de la responsabilidad moral es prácticamente imposible.

El resultado es la búsqueda inmediata y permanente de culpables sobre los que se puedan descargar todas las culpas, más allá de las responsabilidades, y al mismo tiempo la incapacidad de asumir personalmente responsabilidad alguna por cualquier decisión que uno haya adoptado: me han engañado, no sabía, era imprevisible, es el sistema el que nos hace actuar así. Siempre hay alguien tras el que esconderse: el experto, el técnico, el controlador del presupuesto, la máquina, el ordenador, los organismos internacionales, Europa, la burocracia, el sistema, el capital, los mercados, la función pública. Nunca uno mismo.


La situación se va volviendo bipolar: cuanta más sensación de omnipotencia nos insufla la cultura tecno-científica en la que vivimos inmersos y sin la que somos incapaces de sobrevivir, tanta menos capacidad de responsabilidad desarrollamos los individuos. La conjunción de ambos no hace prever un futuro fácil para la Humanidad: cada vez tenemos más poder gracias a la ciencia y a la tecnología que hemos desarrollado y que seguiremos desarrollando, mientras que la capacidad de asumir responsabilidades individuales va decreciendo.

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