El fuste
torcido de la Humanidad
Joseba Arregi en El Mundo, 27 agosto, 2013
El autor
reflexiona sobre la sensación de omnipotencia que nos ofrece la actual cultura
tecno-científica. Considera que, dada la complejidad de nuestro mundo, es
imposible la formación de la responsabilidad moral
Es conocida
la frase de Kant según la cual el hombre está hecho de madera torcida, lo que
fue utilizado por Isaiah Berlin para argumentar la dificultad, o imposibilidad,
de construir un sistema ético único, jerárquico y completo: el ser humano lleva
la torcedura en sus genes. Algo parecido afirman algunos sociólogos cuando
definen la situación de crisis de la modernidad como debida a la acumulación de
efectos colaterales no queridos por la propia modernidad en su intento de crear
una nueva cultura (Beck).
Esta idea me
ha venido a la mente leyendo algunos editoriales que comentan la decisión del
juez que lleva el caso del Alvia accidentado en Galicia de imputar a
responsables de Adif y de Renfe. Vaya por delante que no trato, en absoluto, de
poner en duda esa decisión judicial, pues si algo merecen las víctimas de ese
desastre ferroviario es que se llegue a la máxima justicia posible.
Leo en el
editorial de EL MUNDO del miércoles 21 de agosto: «y que el concepto mismo de
ese tipo de transporte debería excluir la posibilidad del error humano. Una
tecnología tan sofisticada no puede tener esos agujeros negros». Y en el
editorial de El País del mismo día se puede leer lo siguiente: «Del auto del
juez se deduce que todo significa generalizar a todas las líneas de velocidad
alta el sistema ERTMS, capaz de subsanar todo error humano previsible de manera
automática».
Lo que
merece reflexión, en mi opinión, es la sensación que se desprende de ambas
opiniones editoriales de que es posible un mundo sin accidentes si se aplica
toda la tecnología de la que ya disponemos, la idea de que el hombre sigue
siendo de madera torcida y puede equivocarse, pero que ha sido capaz de dotarse
con medios tecnológicos suficientes como para enmendarse a sí mismo y eliminar
las consecuencias de esa torcedura, de su tendencia a equivocarse.
Esta idea es
cumulativa con otra idea que, en estos años de crisis económica ha quedado
relegada a un segundo plano, pero que hasta hace pocos años nos saludaba de
cada página de periódico y de cada noticiario televisivo: la vejez no es
invencible, la investigación avanza hacia la posibilidad de derrotar la muerte,
o al menos de retrasarla hasta límites inimaginables, la ciencia nos hace de
alguna forma omnipotentes, cumpliendo así lo que, según Richard Sennet, nos
promete la tecnología de la que esperamos siempre más potencia en Pferdestärke
(caballos de fuerza) ¿los automóviles?, más capacidad de almacenamiento, una
especie de memoria total ¿en los soportes para guardar y escuchar música?, más
potencia de memoria en nuestros ordenadores, o sustitutoriamente en los
smartphones, tablets o demás gadgets sin los que nos creemos estar desnudos.
Lo que
sucede es que esta esperanza sólo se puede cumplir si llegamos a ser capaces de
crear robots que no dependan de nosotros, y de que ellos sean los que establezcan
los protocolos de actuación de los humanos para cada caso. Hasta el momento,
por lo que conozco, todavía la tecnología sigue siendo producida por humanos,
aunque sea, cada vez más, con ayuda de tecnologías previamente creadas por los
humanos. Y si las tecnologías han sido creadas por los humanos participarán, de
alguna manera, de la torcedura que le es propia al hombre.
Algo que
conocemos bien del mundo de la política, especialmente , que los términos
autonomía, autogobierno o autodeterminación, bastante sinónimos en atención a
su raíz, derivan su significado último del término soberanía que significa
poder absoluto, ilimitado, incomunicable e indivisible (Bodino), en el caso de
la ciencia y la tecnología produce el mismo campo semántico: la autonomía
soñada por la cultura moderna para el hombre, superando las heteronomías por
las que se deja esclavizar, utilizando para ello el saber ?ciencia y
tecnología?, se define por la esperanza de alcanzar la omnipotencia, la
eternidad y la superación de todos los límites.
La
literatura romántica alemana produjo el personaje del Barón de Münchhausen
Rudolf Eric Raspe, basada en una figura histórica que vivió entre 1720 y 1797?,
un personaje de chiste, personificación de todas las contradicciones, la
encarnación de que los sueños de poder ilimitado del hombre terminan, en el
mejor de los casos, irrisoriamente, o en el peor, con la muerte. Personalmente
una de las imágenes de ese Barón de Münchhausen más significativas es la del
momento en que se encuentra en arenas movedizas, a punto de ser engullido por
estas para causarle una muerte segura, y de las que intenta librarse tirándose
a sí mismo de la coleta, con lo que termina presionando hacia abajo con los
pies y ayudando a las arenas movedizas a cumplir con su fatal función de
engullirlo.
El Barón de
Münchausen es el contrapunto que pone el romanticismo al sueño ilimitado de la
razón ilustrada. Es un contrapunto necesario, no para desesperar radicalmente
del sueño ilustrado, sino para no perder de vista sus limitaciones humanas, ya
vistas y reconocidas por el gran ilustrado Kant como lo pone de muestra su
citada frase de la madera torcida de la que está hecho el hombre. Pero incluso
en unos momentos en los que crisis de todo tipo nos agudizan la conciencia para
temer las consecuencias de ese sueño de omnipotencia ?en el Estado, en el
mercado, en la ciencia, en la matemática, en las revoluciones, en el pueblo, en
la nación, incluso en la misma democracia? el sueño se nos vuelve a colar por
cualquier resquicio, como dicen Adorno y Horkheimer de los dioses expulsados
del escenario por la revolución ilustrada, que se vuelven a colar en cuanto nos
descuidamos, habiendo nosotros perdido la capacidad de reconocerlos en su
calidad de dioses, pues creemos haberlos expulsado para siempre.
La pérdida
de esa capacidad de reconocer a los dioses que vuelven camuflados al escenario
y que somos incapaces de reconocer se manifiesta en nuestros días, entre otras
cosas, por nuestra convicción de que vivimos, con algunas excepciones
deplorables, en una cultura y un tiempo radicalmente secularizados, en los que
las religiones y las iglesias han perdido su capacidad de influencia social.
Nos creemos y sentimos tan seculares que hemos perdido la capacidad de percibir
la cantidad de fe que exige la vida ordinaria moderna: en los expertos, en la
ciencia, en la tecnología, en la culpabilidad de alguien cada vez que se
produce un accidente ?término que ha perdido todo su significado?, en la maldad
de unos pocos, en diablos omnipotentes capaces de todo el mal del mundo, en la
CIA, en la NSA, en Wall Street, en The New York Times ?por no citar los de
cerca-, en The Economist, en el FMI cuando dice lo que nos interesa, y si no,
lo clasificamos en el campo de los diablos malos al igual que todo organismo
internacional.
Esta
ideología nada manifiesta de la omnipotencia que nos acompaña permanentemente
en la vida actual tiene una consecuencia seria en lo que a la conciencia de la
responsabilidad se refiere. La cultura moderna, con su ingente desarrollo
tecno-científico, ya ha dificultado enormemente la percepción de la
responsabilidad personal. Según explica el filósofo Hans Jonas, para
desarrollar capacidad de responsabilidad moral es preciso percibir las
consecuencias de las acciones que llevamos a cabo. La complejidad del mundo que
hemos creado hace que los pasos intermedios, las situaciones intermedias, las
mediaciones entre el acto personal y sus consecuencias estén cada vez más
distanciadas, de forma que la formación de la conciencia moral, de la
responsabilidad moral es prácticamente imposible.
El resultado
es la búsqueda inmediata y permanente de culpables sobre los que se puedan
descargar todas las culpas, más allá de las responsabilidades, y al mismo
tiempo la incapacidad de asumir personalmente responsabilidad alguna por
cualquier decisión que uno haya adoptado: me han engañado, no sabía, era
imprevisible, es el sistema el que nos hace actuar así. Siempre hay alguien
tras el que esconderse: el experto, el técnico, el controlador del presupuesto,
la máquina, el ordenador, los organismos internacionales, Europa, la
burocracia, el sistema, el capital, los mercados, la función pública. Nunca uno
mismo.
La situación
se va volviendo bipolar: cuanta más sensación de omnipotencia nos insufla la
cultura tecno-científica en la que vivimos inmersos y sin la que somos
incapaces de sobrevivir, tanta menos capacidad de responsabilidad desarrollamos
los individuos. La conjunción de ambos no hace prever un futuro fácil para la
Humanidad: cada vez tenemos más poder gracias a la ciencia y a la tecnología
que hemos desarrollado y que seguiremos desarrollando, mientras que la
capacidad de asumir responsabilidades individuales va decreciendo.
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