miércoles, 28 de agosto de 2013

entrada de Santiago Gonzales sobre salud

http://santiagonzalez.wordpress.com/2013/08/23/si-esto-es-salud/

Si esto es Salud

Si esto es un médico
Vean la foto del diario El Mundo que ilustra este comentario. Un colectivo de autodenominados ‘trabajadores de La Paz’ se manifiesta frente a su centro de trabajo para rechazar a una paciente, la delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que permanece en la UCI de dicho centro hospitalario desde el accidente de moto que sufrió en días pasados.
Siempre pensé que el médico es el cura de los laicos y el abogado de la clase media -baja. Se lo decía Woody Allen a Susan Anspach, su esposa en ‘Sueños de un seductor’, cuando ésta le comunicaba su decisión de divorciarse: “Mi abogado llamará a tu abogado’, a lo que Allen responde: “No tengo abogado. Dile que llame a mi médico”. Valga la comparación para señalar que hay tres profesiones que no discriminan a sus clientes, aunque sean criminales: los curas, los abogados y los médicos. Era una creencia que acaba de demostrar su falsedad en esta manifestación de la izquierda sanitaria, que ha roto ostensiblemente y ante los medios de comunicación un principio elemental del juramento hipocrático.
Cuando hace unos años me operaron de varices, nunca pensé que la cirujana podía ser nacionalista o batasuna y que arriesgaba algún vaso sanguíneo en el trance,  si aquella señora decidía llevar a lo personal una discrepancia ideológica. Es más, nunca se me ha ocurrido pensar que ninguno de los médicos que han atendido al asesino preso  Bolinaga haya tenido otra consideración prioritaria respecto a él que trabajar por su salud.
El escrache tenía que llevar a esto. De la denuncia ante la institución que gobiernan los políticos, se pasó al acoso domiciliario, para llegar ahora, no ya a manifestarles hostilidad por la política que desarrollan, sino por su ser. A Cifuentes quieren echarla del hospital porque el Gobierno de Madrid está privatizando la Sanidad Pública, en su opinión. No se trata de las competencias que desarrolla la delegada del Gobierno de España, sino de la política sanitaria del Ejecutivo de Madrid. No es por ser la delegada del Gobierno, sino por ser del PP.
Esta inédita fobia a uno de sus pacientes me resulta tan difícil de creer que no me resigno a pensar que no se va a producir una asamblea de médicos de La Paz para denunciar como impostores a los de las batas y desautorizar una manifestación convocada en su nombre. Pero puede que en esta ocasión lo peor sí sea cierto y los médicos de La Paz o muchos de ellos guarden silencio aprobatorio. En tal caso, puede que el Gobierno deba enviar a la planta en la que está hospitalizada Cristina Cifuentes un par de médicos militares para que vigilen los protocolos que administran sus colegas de izquierdas y los ATS.
Es muy notable que este personal que niega a una cotizante añeja de la Seguridad Social compatibilice esta actitud con la autosatisfacción de considerarse solidario porque son partidarios de que la Sanidad Pública española atienda al último llegado en patera, que no ha cotizado nunca.
Otra cuestión es el fetichismo de lo público que padece la izquierda. La Sanidad pública, digámoslo una vez más, no es tal porque los médicos, ATS, auxiliares, celadores y empleados de la limpieza sean funcionarios, sino porque los hospitales se pagan con fondos públicos, es decir, con los impuestos de los ciudadanos. Voy a poner dos ejemplos: La sanidad holandesa, la mejor de Europa, y lo reconoce un medio que no me dejará mentir, Pues bien, el sistema holandés de Salud se basa en la financiación pública y en la prestación de servicios por empresas privadas, así como en la libertad de elegir de los pacientes. Véanlo en este link. Vamos a otro ejemplo, Suecia, ejemplo del Estado del Bienestar:
“En Suecia, país líder en cuanto a resultados médicos y que en 2010 gastaba en sanidad el mismo porcentaje del PIB que España (9,6%), no solo se acepta sino que se fomenta una amplia gestión privada tanto en la atención primaria como en la especializada, sin excluir entidades con ánimo de lucro, que son las más comunes y las que más dinamismo han dado al sector sanitario sueco (Capio, que es una empresa de origen sueco, es el mejor ejemplo de ello). El Estado garantiza el acceso universal e igualitario a la sanidad, que por otro lado financia, regula y controla. (…)
En ninguno de estos dos países líderes (Holanda y Suecia) existen funcionarios públicos (y menos de esos vitalicios que tenemos en España) involucrados en la prestación de servicios sanitarios. En Suecia, los empleados del sector sanitario público son trabajadores como todos los demás, regidos por las mismas leyes; lo mismo ocurre en muchos otros países con una sanidad de cobertura universal y alta calidad, como los demás de Escandinavia, Alemania, Suiza y el Reino Unido. En estos países la categoría de funcionario está reservada a quienes desempeñan las funciones privativas del Estado; no son funcionarios ni los profesores, ni los médicos, ni las enfermeras ni los trabajadores sociales, por poner ejemplos bien relevantes.”
Más que el mal, lo que es banal es la estupidez y banales son forzosamente los términos con que se expresa, sintagmas que hacen resbalar el sentido común como si fueran una piel de plátano. Un suponer: “La sanidad no puede ser un negocio”. (Y quien dice la Sanidad, dice la Educación). ¿Por qué? Demos una vuelta a la frase, primum vivere. Antes que la Educación, antes incluso que la Sanidad, está la alimentación. Uno puede convivir con un cáncer meses, incluso años. Interrumpir la ingesta de alimentos acorta la vida mucho más.
Consideren esta proposición: “La alimentación no puede ser un negocio”. ¿Habría que nacionalizar los supermercados? ¿De veras piensa nuestra izquierda que Mercadona no debe ser gestionada por un capitalista movido por ánimo de lucro, sino por ejemplares funcionarios controlados por sindicalistas de CCOO y UGT, con el reputado afán de servicio y amor al bien común que han acreditado a lo largo de las tres últimas décadas en la gestión de los EREs andaluces?
Los médicos y demás trabajadores con bata que se manifiestan en la foto no conciben estas razones y claman por la expulsión de la señora Cifuentes de un hospital que ellos se han privatizado por la brava sin caer en un pequeño detalle: ellos son los servidores de un sistema de salud del que TAMBIÉN es propietaria la delegada del Gobierno en Madrid, la ciudadana Cifuentes.
Es la chusma, esta patulea movida por el odio mientras blasona de superioridad moral,  ha tenido una expresión terrorífica en las redes sociales, de la que daba cuenta  el camarada Espada: La excelente cobertura en Twitter del accidente de la delegada Cifuentes. Entre toda esta gentuza encapuchada, esta patota, que diría mi querido Gistau, destacan dos que firman con su nombre: Llamazares y el chico de Javier Pradera. El primero es una versión banal y mediocre del estalinismo. El segundo es hijo de un hombre por quien tuve aprecio y a quien debo, en tanto que director de ediciones de Alianza Editorial, mi eterno agradecimiento por la publicación de muchos libros esenciales en mi aprendizaje. Max Pradera es un ejemplo vivo de cómo degenera la raza, hay que joderse.
A mi admirado Javier Pradera, con quien no era preciso estar de acuerdo siempre, pero era obligado guardarle un respeto intelectual, le salió un hijo algo chisgarabías y que se expresa como un tontito. Una criatura a la medida de Twitter, vamos. ¿Habrá pensado alguna vez en estos días que estos chistecitos que él hace sobre el accidente de la delegada, deben de ser de naturaleza muy parecida a los que hacía la izquierda de antaño cuando fusiló a su abuelo paterno, Javier, y a su bisabuelo Víctor en septiembre del 36 en San Sebastián? Seguramente no hizo tantas bromas sobre el abuelo materno del joven Max Pradera, Rafael Sánchez Mazas, carné número 4 de Falange Española y coautor, junto a Ridruejo de la letra del ‘Cara al sol’, en concreto de estos versos: “Volverán banderas victoriosas/ al paso alegre de la paz”, cuando fue fusilado en masa en enero de 1938. Digo que no harían bromas porque se les escapó vivo.
Me parece bien que no se sienta atado por el legado de sus antepasados. Sólo espero que no se le ocurra escribir un tuit para llamar a cualquier Cifuentes ‘hija del franquismo’.
Hoy han publicado David Gistau Hermann Tertsch dos artículos en los que se cuenta lo esencial de todo esto. Si insisto en ello es porque me parece imprescindible reivindicar un principio moral y contribuir en la medida de los posible, que es poco, a poner las cosas en su sitio.

martes, 27 de agosto de 2013

El fuste torcido de la Humanidad, artículo de de Joseba Arregi en El Mundo



El fuste torcido de la Humanidad
 Joseba Arregi en El Mundo, 27 agosto, 2013

El autor reflexiona sobre la sensación de omnipotencia que nos ofrece la actual cultura tecno-científica. Considera que, dada la complejidad de nuestro mundo, es imposible la formación de la responsabilidad moral

Es conocida la frase de Kant según la cual el hombre está hecho de madera torcida, lo que fue utilizado por Isaiah Berlin para argumentar la dificultad, o imposibilidad, de construir un sistema ético único, jerárquico y completo: el ser humano lleva la torcedura en sus genes. Algo parecido afirman algunos sociólogos cuando definen la situación de crisis de la modernidad como debida a la acumulación de efectos colaterales no queridos por la propia modernidad en su intento de crear una nueva cultura (Beck).
Esta idea me ha venido a la mente leyendo algunos editoriales que comentan la decisión del juez que lleva el caso del Alvia accidentado en Galicia de imputar a responsables de Adif y de Renfe. Vaya por delante que no trato, en absoluto, de poner en duda esa decisión judicial, pues si algo merecen las víctimas de ese desastre ferroviario es que se llegue a la máxima justicia posible.

Leo en el editorial de EL MUNDO del miércoles 21 de agosto: «y que el concepto mismo de ese tipo de transporte debería excluir la posibilidad del error humano. Una tecnología tan sofisticada no puede tener esos agujeros negros». Y en el editorial de El País del mismo día se puede leer lo siguiente: «Del auto del juez se deduce que todo significa generalizar a todas las líneas de velocidad alta el sistema ERTMS, capaz de subsanar todo error humano previsible de manera automática».

Lo que merece reflexión, en mi opinión, es la sensación que se desprende de ambas opiniones editoriales de que es posible un mundo sin accidentes si se aplica toda la tecnología de la que ya disponemos, la idea de que el hombre sigue siendo de madera torcida y puede equivocarse, pero que ha sido capaz de dotarse con medios tecnológicos suficientes como para enmendarse a sí mismo y eliminar las consecuencias de esa torcedura, de su tendencia a equivocarse.

Esta idea es cumulativa con otra idea que, en estos años de crisis económica ha quedado relegada a un segundo plano, pero que hasta hace pocos años nos saludaba de cada página de periódico y de cada noticiario televisivo: la vejez no es invencible, la investigación avanza hacia la posibilidad de derrotar la muerte, o al menos de retrasarla hasta límites inimaginables, la ciencia nos hace de alguna forma omnipotentes, cumpliendo así lo que, según Richard Sennet, nos promete la tecnología de la que esperamos siempre más potencia en Pferdestärke (caballos de fuerza) ¿los automóviles?, más capacidad de almacenamiento, una especie de memoria total ¿en los soportes para guardar y escuchar música?, más potencia de memoria en nuestros ordenadores, o sustitutoriamente en los smartphones, tablets o demás gadgets sin los que nos creemos estar desnudos.

Lo que sucede es que esta esperanza sólo se puede cumplir si llegamos a ser capaces de crear robots que no dependan de nosotros, y de que ellos sean los que establezcan los protocolos de actuación de los humanos para cada caso. Hasta el momento, por lo que conozco, todavía la tecnología sigue siendo producida por humanos, aunque sea, cada vez más, con ayuda de tecnologías previamente creadas por los humanos. Y si las tecnologías han sido creadas por los humanos participarán, de alguna manera, de la torcedura que le es propia al hombre.

Algo que conocemos bien del mundo de la política, especialmente                            , que los términos autonomía, autogobierno o autodeterminación, bastante sinónimos en atención a su raíz, derivan su significado último del término soberanía que significa poder absoluto, ilimitado, incomunicable e indivisible (Bodino), en el caso de la ciencia y la tecnología produce el mismo campo semántico: la autonomía soñada por la cultura moderna para el hombre, superando las heteronomías por las que se deja esclavizar, utilizando para ello el saber ?ciencia y tecnología?, se define por la esperanza de alcanzar la omnipotencia, la eternidad y la superación de todos los límites.

La literatura romántica alemana produjo el personaje del Barón de Münchhausen Rudolf Eric Raspe, basada en una figura histórica que vivió entre 1720 y 1797?, un personaje de chiste, personificación de todas las contradicciones, la encarnación de que los sueños de poder ilimitado del hombre terminan, en el mejor de los casos, irrisoriamente, o en el peor, con la muerte. Personalmente una de las imágenes de ese Barón de Münchhausen más significativas es la del momento en que se encuentra en arenas movedizas, a punto de ser engullido por estas para causarle una muerte segura, y de las que intenta librarse tirándose a sí mismo de la coleta, con lo que termina presionando hacia abajo con los pies y ayudando a las arenas movedizas a cumplir con su fatal función de engullirlo.

El Barón de Münchausen es el contrapunto que pone el romanticismo al sueño ilimitado de la razón ilustrada. Es un contrapunto necesario, no para desesperar radicalmente del sueño ilustrado, sino para no perder de vista sus limitaciones humanas, ya vistas y reconocidas por el gran ilustrado Kant como lo pone de muestra su citada frase de la madera torcida de la que está hecho el hombre. Pero incluso en unos momentos en los que crisis de todo tipo nos agudizan la conciencia para temer las consecuencias de ese sueño de omnipotencia ?en el Estado, en el mercado, en la ciencia, en la matemática, en las revoluciones, en el pueblo, en la nación, incluso en la misma democracia? el sueño se nos vuelve a colar por cualquier resquicio, como dicen Adorno y Horkheimer de los dioses expulsados del escenario por la revolución ilustrada, que se vuelven a colar en cuanto nos descuidamos, habiendo nosotros perdido la capacidad de reconocerlos en su calidad de dioses, pues creemos haberlos expulsado para siempre.

La pérdida de esa capacidad de reconocer a los dioses que vuelven camuflados al escenario y que somos incapaces de reconocer se manifiesta en nuestros días, entre otras cosas, por nuestra convicción de que vivimos, con algunas excepciones deplorables, en una cultura y un tiempo radicalmente secularizados, en los que las religiones y las iglesias han perdido su capacidad de influencia social. Nos creemos y sentimos tan seculares que hemos perdido la capacidad de percibir la cantidad de fe que exige la vida ordinaria moderna: en los expertos, en la ciencia, en la tecnología, en la culpabilidad de alguien cada vez que se produce un accidente ?término que ha perdido todo su significado?, en la maldad de unos pocos, en diablos omnipotentes capaces de todo el mal del mundo, en la CIA, en la NSA, en Wall Street, en The New York Times ?por no citar los de cerca-, en The Economist, en el FMI cuando dice lo que nos interesa, y si no, lo clasificamos en el campo de los diablos malos al igual que todo organismo internacional.

Esta ideología nada manifiesta de la omnipotencia que nos acompaña permanentemente en la vida actual tiene una consecuencia seria en lo que a la conciencia de la responsabilidad se refiere. La cultura moderna, con su ingente desarrollo tecno-científico, ya ha dificultado enormemente la percepción de la responsabilidad personal. Según explica el filósofo Hans Jonas, para desarrollar capacidad de responsabilidad moral es preciso percibir las consecuencias de las acciones que llevamos a cabo. La complejidad del mundo que hemos creado hace que los pasos intermedios, las situaciones intermedias, las mediaciones entre el acto personal y sus consecuencias estén cada vez más distanciadas, de forma que la formación de la conciencia moral, de la responsabilidad moral es prácticamente imposible.

El resultado es la búsqueda inmediata y permanente de culpables sobre los que se puedan descargar todas las culpas, más allá de las responsabilidades, y al mismo tiempo la incapacidad de asumir personalmente responsabilidad alguna por cualquier decisión que uno haya adoptado: me han engañado, no sabía, era imprevisible, es el sistema el que nos hace actuar así. Siempre hay alguien tras el que esconderse: el experto, el técnico, el controlador del presupuesto, la máquina, el ordenador, los organismos internacionales, Europa, la burocracia, el sistema, el capital, los mercados, la función pública. Nunca uno mismo.


La situación se va volviendo bipolar: cuanta más sensación de omnipotencia nos insufla la cultura tecno-científica en la que vivimos inmersos y sin la que somos incapaces de sobrevivir, tanta menos capacidad de responsabilidad desarrollamos los individuos. La conjunción de ambos no hace prever un futuro fácil para la Humanidad: cada vez tenemos más poder gracias a la ciencia y a la tecnología que hemos desarrollado y que seguiremos desarrollando, mientras que la capacidad de asumir responsabilidades individuales va decreciendo.

lunes, 19 de agosto de 2013

La Primavera en llamas, Artículo de José Antonio Marina en El Mundo





La Primavera en llamasde José Antonio Marina en El Mundo

         Estudiar la historia de la humanidad, que es a lo que me dedico estos últimos años, produce un sentimiento de impotencia, una sensación de déjà vu, una irritación ante la dificultad del ser humano para aprender ciertas cosas. El MUNDO me pide un artículo sobre la crisis de Egipto y sobre la posibilidad de exportar a otras culturas formas políticas nacidas en un contexto occidental. Estoy de vacaciones, a la orilla del Mediterráneo, ese mar memorioso, que une y separa la cristiandad, el judaísmo, el islamismo, Atenas, Roma, Jerusalén, La Meca. Mi primera reacción fue rechazar la invitación. No soy un experto en política, y en la actualidad investigo sobre nuestra dependencia de una doble herencia –genética y cultural– que actúa sobre nosotros sin que lo sepamos. El genoma biológico ha sido descifrado, y me interesa saber si se puede descifrar nuestro genoma cultural, el que hace que nos resulten evidentes cosas, por el hecho de haber nacido en una cultura y no en otra. Lo que está sucediendo es una demostración de cómo el cambio institucional exige un cambio en esa herencia cultural, y por eso me decido a escribir este artículo.

        Cuando apareció la Primavera Árabe sentí un deseo de tener esperanza, más que una esperanza real. Por decirlo con una expresión castellana de origen árabe, un ¡ojalá!, es decir, un Alá lo quiera laico. Manuel Castells escribió sobre las «redes de la indignación y la esperanza», jaleando el hecho de que las nuevas tecnologías permitieran que los movimientos de indignados tuvieran un poder del que habían carecido hasta ahora. Hubiera deseado que Castells tuviera razón, pero no pude dársela. La indignación es un sentimiento maravilloso, y en mis libros he defendido que debe fomentarse en los niños. Es una protesta afectiva contra la injusticia. Y su emocional grito –«¡No hay derecho!»– es una de las claves de nuestra dignidad. Pero como filósofo sé que es más fácil ponerse de acuerdo en lo que es injusto que en lo que es justo, de la misma manera que es más fácil definir el sufrimiento que la felicidad, o la enfermedad que la salud. La indignación –la protesta contra la injusticia o la tiranía– aglutina a mucha buena gente. Pero el momento posterior, el momento constructivo –el que responde a la pregunta ¿y qué es lo justo y como conseguirlo?– disgrega y enfrenta. Por eso es más importante ponerse de acuerdo en lo que se quiere conseguir que en lo que se quiere erradicar. Es posible que el lector piense que soy un hipercrítico que no me entero de la realidad. Lo que quieren los protagonistas de la Primavera Árabe es acabar con la dictadura e implantar la democracia. Pero ¿qué quiere decir eso? La democracia es sin duda el mejor sistema para organizar la administración del poder, pero no todo lo que democráticamente se decide es justo. The Freedom House considera que hay 118 naciones democráticas, pero solo 90 libres. Esto es sin duda un gran escándalo. Lo que ocurre en el mundo árabe es importante para todo el mundo, porque ejemplifica la gran limitación democrática. La democracia no es la norma suprema, sino que tiene que estar sometida a derechos superiores a la democracia, de origen ético, no religioso. Esta fue una convicción que costó en Europa siglos de guerras ideológicas. El genoma cultural de las religiones monoteístas desconfía de la democracia. Afortunadamente, sabemos que la expresión de nuestros genes biológicos y culturales depende del entorno en que vivamos. El final del siglo XX fue la era de la genética, pero el siglo XXI será la era de la epigenética. El entorno acaba modificando nuestras influencias genéticas. Pero esto necesita tiempo, educación y el conocimiento, proporcionado por la historia, de que las morales religiosas deben someterse a unos principios éticos de nivel superior.

         Volvamos al ejemplo de Egipto. Como en otros países árabes, se plantea un problema: una fuerza no democrática –al menos según los estándares occidentales– como son los partidos islámicos, puede alcanzar legalmente el poder. Es esto lo que resulta inquietante. En Europa tenemos la experiencia de que Hitler accedió democráticamente al poder. Con facilidad todos podemos pensar que la democracia es estupenda siempre que triunfen los que creemos que tienen razón.

        La democracia consiste en admitir que el gobierno está en el pueblo. La ética fija los límites de lo que la democracia puede decidir. Antes de que fuera maltratada, la palabra liberalismo significaba eso. La libertad del individuo y sus derechos eran un valor en sí y no podían ser atropellados por el Estado, por muy democrático que fuera. Pondré un ejemplo. La Revolución francesa fue democrática, pero no liberal. Seguía venerando el poder absoluto y su único cambio fue arrebatárselo al soberano para entregárselo a la voluntad popular. La revolución americana fue más liberal: desconfiaba del poder absoluto, lo ejerciera quien lo ejerciera. Por eso, no es contradictorio que haya una democracia totalitaria, es decir, que entregue el poder legalmente a un gobierno dictatorial ideológicamente, por ejemplo, que se rija por la sharia. Lo que es contradictorio es que haya una democracia éticamente fundada que no respete los derechos individuales.

         Confío en la inteligencia humana y en su capacidad para resolver problemas. También en política. De la misma manera que en el plano teórico se encamina hacia una mentalidad científica, porque es más eficaz que la superstición o las mitologías, en el terreno político se dirige hacia sistemas democráticos éticamente fundados, porque satisfacen mejor las aspiraciones humanas. Por ello me he atrevido a enunciar una Ley del progreso ético/político de la humanidad. «Cuando se eliminan cinco obstáculos –la miseria, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo al poder y el resentimiento–, las sociedades evolucionan espontáneamente hacia regímenes democráticos, respetuosos con las garantías jurídicas y los derechos individuales». La historia parece confirmar esta ley. Un país rico, culto, democrático, como era la Alemania de Weimar, pudo retroceder hacia una feroz dictadura porque se aprovechó el resentimiento provocado por el Tratado de Versalles, y se impuso un dogmatismo racial. Los politólogos han estudiado las condiciones previas para la democracia, que coinciden con las señaladas en la anterior ley. Todavía hace un par de semanas en una revista de la Universidad de Harvard he leído una referencia –elogiosa– a la afirmación que hizo un ministro franquista –Laureano López Rodó– acerca de la dificultad de que un sistema democrático se implantara en una sociedad con menos de 2.000 dólares de renta per cápita (de los años sesenta). Tiene que ser, por supuesto, una renta equitativamente distribuida, porque Arabia Saudí o los emiratos árabes tienen una renta per cápita muy alta, tan desigualmente distribuida que es un freno a la democracia.

        La ignorancia y el miedo (por ejemplo, los despertados por regímenes policiales o por una dictadura sacerdotal) son obstáculos a salvar si se quiere favorecer la transición a la democracia. Pero hoy quiero insistir en el dogmatismo. Hay una postura religiosa o políticamente integrista, refractaria a todo tipo de aceptación de los derechos del adversario, que se dio en reinos cristianos, en dictaduras totalitarias fascistas, en regímenes comunistas, o en países islámicos radicales. Fattima Mernissi ha hecho un fascinante recorrido por la historia del islam para demostrar que no es la religión sino el despotismo de las clases dirigentes, lo que ha llevado a los países a su situación. Lo llama «amputación de la modernidad». El gran miedo es la democracia. Mernissi se pregunta por qué es tan temida la democracia y responde: «Porque afecta al corazón mismo de lo que constituye la tradición: la posibilidad de adornar la violencia con el manto de lo sagrado».

         Todo esto nos señala el camino para favorecer la asimilación de la democracia. La historia nos dice que la tentación de imponer sistemas de valores por la fuerza ha sido una constante de la humanidad: lo hizo el cristianismo, la revolución francesa, las potencias coloniales, el comunismo, el islamismo. No es el camino. Hemos de confiar en la inteligencia humana y pensar que si eliminamos los grandes obstáculos que he mencionado –la pobreza, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo al poder y el resentimiento– la evolución hacia la democracia y hacia la ética será espontánea.


José Antonio Marina es filósofo.

lunes, 12 de agosto de 2013

Golfillos. Articulo de eduardo URIARTE



Golfillos
EDUARDO URIARTE ROMERO 12/08/13
Eduardo Uriarte

· Sin lealtad constitucional no existe sociedad política y todo se va al garete. Ante nuestros ojos se desmorona el sistema, y a pesar de que nos quejemos en nuestra incapacidad y frustración  de las presiones e intromisiones europeas es muy posible que  sean ellas las que mantengan el hilván de eso que en  su frivolidad e ignorancia el anterior presidente denominó concepto discutido y discutible: la nación.

Sin lealtad constitucional se van perdiendo las buenas formas. Desaparecen los  objetivos políticos generales, comunes -muy posiblemente ni siquiera los haya particulares, sino improvisaciones caprichosas-. La política, simplemente,  es un vivir mandando, cueste lo que cueste, sin saber para qué, salvo para mandar. Se manda y otros no lo hacen, se amanece mandando que no es poco, frente al otro, convertido en enemigo y no en compatriota. Sin lealtad constitucional desaparece la educación política, y después la cívica, y el respeto, y así se convierten los plenos del Congreso o del Senado en soeces patios de corrala zarzuelera. Los debates se reducen a “un tu más”, a discurso demagógico, a baratos aplausos al líder, para que nos vea y nos promocione, pues se queda fuera de lista el que no aplauda, convirtiendo en hordas sarracenas a las bancadas. En este ambiente el que se juega más es el PSOE, pues no es consciente que en su oposición desmesurada e izquierdista no va a superar al PP, sino que se va a cargar un sistema que le es más necesario que a la derecha. Ejerce el harakiri de la socialdemocracia, pues, si para el comunismo el izquierdismo era una enfermedad infantil (Lenin), para la socialdemocracia es el cáncer.

Si el PP negándose a la comparecencia de Rajoy por su actual escándalo de corrupción no favorece el juego limpio en democracia, el PSOE tampoco lo hace en Anadalucía por los EREs. Sin embargo, al amenazar éste con una moción de censura al presiente realiza una irresponsabilidad fragante, pues es la mayoría del PP un elemento de estabilidad muy importante que se está dispuesto a erosionar. Estabilidad que para sí quisiera Italia o Grecia, y causa no baladí para que la prima de riesgo  baje y sus consecuencias se empiecen a dejar a sentir. El problema es que si el PP acierta igual vuelve a ganar las elecciones.

La misma actitud irresponsable convirtiendo la educación en campo de batalla, auténtica carga de profundidad para el futuro y problema para que no salgamos de la crisis. O la incapacidad de asumir necesarias reformas, como la local o territorial (porque de su actual formulación viven los partidos), o la fiscal. O el mal comportamiento irresponsable ante las relaciones exteriores, empezando por el contencioso de Gibraltar, o dispares y oportunistas decisiones ante la lucha antiterrorista. No están ustedes para pegarse, están para buscar las soluciones, y mientras éstas tengan más apoyo, mejores soluciones.

Sin lealtad constitucional, respeto a la ley y ejemplaridad cívica, no se merecen nuestros dirigentes que paguemos los impuestos. Nos invitan a que seamos anarquistas, no sólo por aquello de la emotividad y apasionamiento esenciales del españolito, que es un tópico hecho realidad por los repetidos errores que los dirigentes promueven, no porque esencialmente seamos anarquistas. Anarquismo que parece consustancial a nuestra idiosincrasia política, pero que es consecuencia de los grandes periodos históricos de inoperancia política, simple consuelo anímico de las masas y espontánea reacción de furor que acaba profundizando el desastre. Para colmo al anterior presidente se le ocurrió reivindicar en el diario El País los orígenes libertarios del socialismo español, promoviéndolo ante la opinión pública, para escarnio de Lafargue, y desconociendo, los orígenes reales del socialismo español y su salida de la I Internacional.

No es de extrañar que los nacionalismos periféricos se escapen a todo correr separándose de la España que ustedes están dejando. ¡Oigan¡, que están ahí para dirigir el país, controlar, gobernar, no por el poder por el poder, para eso estuvo Franco. A ustedes se les elige para que dirijan el país y luego se les vota a otros. Su trabajo no es el de una empresa mercantil, el partido no es un fin en sí mismo, el fin, y relativo –pues el sistema es democrático, por lo tanto reformable-, es el sistema que se comprometen dirigir y sostener. Pero sin lealtad constitucional no hay nada de eso, ni razón para que les votemos.

No es que el sistema se articulara para que ustedes hoy  aparezcan como unos degenerados, si, los políticos como unos de los principales problemas de España. Posiblemente primero fueron las formas, los comportamientos, las ideologías internas de cada colectivo político, y después se empezó a descubrir que la estructura jurídico política favorecía el poder e influencia de los partidos. Así se convirtieron en  auténticas hordas de clanes, comandadas por barones, con enorme poder e influencia en la sociedad, con capacidad de presión en  todos los poderes del Estado, en las entidades civiles, universitarias, fundaciones, empresas, etc. Y la democracia se fue convirtiendo en un caldo propicio para la aparición de los calígulas, que llaman al pueblo, sin respeto por la ley, en nombre de la democracia, para cargarse a ésta.

El partido, instrumento para alcanzar el poder, se convirtió en el fin, a la sociedad civil, en el fondo despreciada, se le contempló como gregaria, manipulable mediante la  subvención –ahora que no hay dinero se descubre la debilidad de lo que se ha formado, pues ya no sirve-. La realidad se acaba observando, y actuando sobre ella, desde la enajenación que producen los pasillos de las sedes de los partidos, por unos personajes que en su mayoría no saben lo que es ganarse el pan en la calle. Los partidos se han transformado en partidas, sectarios y agresivos, volvieron al cainismo decimonónico, esquilmaron sobre el terreno a la población, y fueron dejando edificios sin construir, parcelas abandonadas, aeropuertos sin utilizar, autopistas sin coches….

No es sólo que los partidos nacionalistas quieran garantizarse el poder separando un territorio, es que los partidos que no son nacionalistas van camino de lo mismo, acabando por ser nacionalistas en aquellas comunidades donde llevan un  tiempo mandando, provocando clientelas prisioneras, que es como organizar un nuevo estado. Así se reparte el territorio y la sociedad, como en el medioevo, y se pasa a controlar a la población con procedimientos similares. Pero el sistema acaba fallando porque las cajas mal gestionadas acaban sin dinero que derrochar.

Menos mal que estamos en Europa. Es más cómodo como ciudadano europeo llevar a delante  una profesión, recibir asistencia sanitaria, o pagar los impuestos, que trasladándose de unas comunidades autónomas a otras. Y en algunas de ellas, como en Euskadi,  de una provincia a otra. En Euskadi, hoy  Euskal Herria, se vuelve al nombre preliberal porque anuncia la sociedad caciquil de los carlistas. Euskal Herria  a la que el impulso de esa gran revolución conservadora auspiciada por ETA, que lidera todo el nacionalismo, nos ha retrotraído – consiguiendo ETA transformar el carlismo en falangismo, cosa que el Caudillo no puedo hacer-. El resultado: probablemente no vivamos tanto en una democracia moderna como un sistema de partidos. Y, sin embargo, la Transición lo que preconizaba era una democracia, en la que los partidos tenían su papel, y no al revés.

El partido forma cual una tortuga romana, al crítico o disidente se le deja a la intemperie. El colectivo político  busca el poder, funcionando, como ya describiera Max Weber, expoliando al Estado (asumible si además se dedicara a hacer política para todos), o formando parte fundamental de lo que Cesar Molinas define como las “élites extractivas”. De lo que se preocupa el partido es del partido, y una parte fundamental de esa preocupación es su financiación. No le basta lo legalmente recaudado, hacen falta muchos conseguidores, tesoreros, o como se llamen, que la buscan para el partido, llevando, si la llevan, una contabilidad B, o mantienen los recursos en el calcetín o en Suiza. Estos golfillos son los más importantes en un partido, y si cometen tropelías no hay manera de echarlos. Vean lo de Bárcenas, hasta cuándo ha durado aguantando en el partido. Y cualquiera les pregunta a estos personajes cómo va lo del dinero, es algo misterioso. Son tan importantes que tienen estatus blindado.

En este sistema de partidos los que si son prescindibles, muy prescindibles, sobran por molestos, es esa gente culta, universitaria, o profesional, con méritos de sobra, que de vez en cuando se acercan a los partidos –porque en ocasiones a éstos les gusta lucirlos un poco, sobre todo en campaña electoral, aunque cada vez piquen menos-, que a la primera de cambio se les manda a freír puñetas. Al fin y al cabo lo único que pueden aportar al partido es cultura, ética, profesionalidad, discurso, todas esas cosas que hoy las empresas de marketing y publicidad entregan a manera de titulares de prensa a las direcciones de los partidos por cuatro gordas, las que traen los conseguidores, y no hay que aguantar a esos pesados, que suelen ser diletantes y hasta críticos por ser listos. Vean, hagan la comparación, lo difícil que le ha sido al PP echar a Bárcenas y lo fácil que le ha sido al PP en la Comunidad de Madrid hacerlo con Jon Juaristi. Es que en los partidos se mima a los golfillos, porque son los necesarios. Cuestión preocupante,  que nos puede hacer pensar y llevar a la conclusión de que el problema no sea que haya corrupción  en los partidos, sino que los partidos sean entes corruptores.

Es que de hecho lo son. Los son desde los orígenes de la democracia en Atenas. Desde entonces se conocía su maldad intrínseca, su vocación totalitaria. Desde la antigüedad, pues son organismos encargado de gestionar el poder, la riqueza y la pobreza, la vida y la muerte, y desde ese poder caen en la corrupción. De ahí la necesidad de limitar su ansía de poder, necesidad de los contrapoderes del Estado promovidos por Montesquieu, al que Guerra declaró muerto. De ahí la necesidad de limitar el poder de los partidos y otorgarle el que corresponde a entidades civiles, como universidades, fundaciones, asociaciones…, siempre y cuando éstas no sean ya meras correas de transmisión de los partidos. Sin embargo aquí los partidos lo controlan todo, y la entidad que no se deja dirigir  acaba desapareciendo. No hay premier británico que se atreva  aconsejar en los temas políticos o sociales que les corresponde al rector de Oxfor o Cambridge. La británica es otra tradición en la que los políticos hasta dimiten.

El problema catalán, el vasco, con  ETA incluida, la crisis educativa, la corrupción, incluso la crisis económica, tiene su origen, o parte de él, en la idiosincrasia de los partidos españoles, y en una estructura jurídico política que favorece el poder de éstos. Mientras sea así los partidos se gestionarán por golfazos y golfillos. El maquillaje que se va a usar está pasado de moda, se han realizado demasiadas operaciones cosméticas en el pasado como para aceptar a estas alturas que la Ley de Transparencia vaya a evitar los profundos problemas de ineficacia y corrupción existentes. La contabilidad B seguirá existiendo, pues lo importante es articular un organismo fiscalizador de los partidos ajeno a los mismos, y no el actual Tribunal de Cuentas cuyos miembros son designados por los partidos. Lo importante es constituir  un sistema judicial menos influenciado por los partidos. Acercar a la sociedad la política y su control mediante una Ley de Partidos que exija un funcionamiento democrático dentro de los mismos, pues reproduce la paradoja que los encargados de gestionar la democracia no la respetan en su seno.


Es necesaria una ley electoral que promueva el acercamiento de sociedad a sus elegidos, pues en la actualidad los desconocen, y no se les fiscaliza. Ley electoral y de ley de partidos que permita la autonomía del electo respecto a los partidos, pues su actual dependencia socaba la naturaleza de representante del pueblo que debiera disponer, sustituida hoy por la de representante de su partido. Una exigencia de méritos a los candidatos, y no la importancia de aparecer en una lista de siglas, una capacidad del electo de ejercer con libertad su encargo representativo, y no ser un mero peón del grupo correspondiente, etc, etc. Porque, de lo contrario la democracia se la cargarán los que más dicen defenderla: la “nomenclatura” ayudada por los golfillos.