lunes, 29 de julio de 2013

Artículo de Pedro J. Ramírez: "Necesitamos un 4 de agosto" en El Mundo

Archivo:Le Serment du Jeu de paume.jpg

Necesitamos un 4 de agosto, de Pedro J. Ramírez en El Mundo

OPINIÓN: CARTA DEL DIRECTOR
Suena un teléfono de madrugada. Ha habido un terrible accidente con múltiples víctimas mortales. El ministro debe desplazarse cientos de kilómetros para comparecer en el lugar del siniestro. ¿Para qué? Para demostrar que existe el Estado. Enseguida lo banal se mezcla con lo trágico, las fantasías del poder con la fuerza implacable del destino. Así comienzaL’Exercice de l’Etat, la ya comentada película de Pierre Schöller que muestra toda la dureza de la política cuando en ella se cruza lo imprevisible.
Las circunstancias han sido esta vez algo distintas –no era un autobús sino un tren, no ocurrió de noche sino con la última luz del día– y el número de muertos ha sido muchísimo mayor. Pero la inmediata presencia de Núñez Feijóo y la presurosa llegada de Ana Pastor junto a los vagones descoyuntados de la vía fueron elementos de civilización en medio de la catástrofe. Lo mismo ocurrió al día siguiente con las visitas del Rey y Rajoy. No servían para mitigar ni el dolor ni la conmoción de nadie, pero sí para transmitir el mensaje de que formamos parte de una sociedad constituida políticamente. Y de que las personas que nos representan están ahí, a las duras y a las maduras, dando la cara en medio de una inmensa desgracia igual que felicitando o abrazando a nuestros campeones en nombre de todos.
Pocas horas antes habíamos visto el rostro descompuesto de Munar, juguete roto. La otrora princesa de Mallorca que pasaba a diario por la peluquería como si fuera parte del desayuno y se cubría de ropa, joyas y complementos –alegando, como Evita Perón, que así complacía a sus descamisados de la Part Forana–, ingresaba en prisión zarandeada por los vituperios y apaleada por la ignominia.
Sí, es verdad que sus desafiantes palabras de aquel día en mi casa, a la hora del café, en la terraza sobre el mar –«No me vais a pillar y si me pilláis no importa porque aquí, en esta isla, eso de la corrupción no le interesa a nadie…»– parecían colgar aún de sus labios como un rictus macabro. Y que todavía no se ha descubierto dónde está lo mucho que ha robado. Pero en un momento así es imposible no sentir lástima por el ser humano víctima de su propia ambición y codicia. Ahora que gran parte de nuestras denuncias son ya hechos probados la única cárcel en la que en realidad yo deseo que se pudra es la cárcel de papel de las hemerotecas.
Política digna, política indigna. ¿Cuál es el verdadero rostro de nuestra clase dirigente? ¿El de la abnegada, íntegra, juiciosa y leal ministra de Fomento o el de María Antònia la ladrona, cosida a puñaladas por la traición de sus propios sicarios en la trama de la impostura nacionalista que montaron para enriquecerse? El denominador común no está en ninguno de esos dos extremos pero todos los sondeos y apreciaciones indican que la vox populi bascula rotundamente hacia el polo negativo y que el descrédito de los políticos está tan extendido que ni siquiera deja margen de amparo a quienes como Ana Pastor han actuado siempre de forma intachable.
Generalizando, ser político es hoy en España lo peor de lo peor. Lejos quedan ya los días de vino y rosas de la Transición cuando «the best and the brightest» dejaron por unos años sus cátedras, despachos y consultas para entregarse al servicio público. Los primeros «abrazafarolas», «lametraserillos» y «chupópteros» detectados por el intuitivo José María García se han multiplicado exponencialmente hasta convertirse, al cabo de 30 años de prácticas viciadas, en las «élites extractivas» del profesor César Molinas. Basta pasar por el tormento intelectual de escuchar 10 minutos seguidos a los intercambiables Óscar López y Carlos Floriano –o no digamos a sus patéticos clones autonómicos– para darse cuenta de que la lengua de trapo de la partitocracia que todo lo justifica es ya un apéndice fósil con sonido de badajo de campana tocando a muerto. Sus comparecencias postizas, su maniqueísmo de carril, su zafio atrincheramiento en la falacia se han convertido en el insufrible tolón, tolón del que todo hijo de vecino trata de salir huyendo.
Y sin embargo los necesitamos. Porque sin políticos no hay política y sin política no hay democracia. La regeneración de nuestra vida pública pasa por la rehabilitación de nuestros políticos de uno en uno y como clase. ¿Pero cómo hacerlo? La combinación de la crisis económica con escándalos de la envergadura de los ERE, el caso Bárcenas o el caso Palau y demás andanzas del clan Pujol ha bloqueado la vía reformista. Rajoy ha incumplido la promesa electoral clave de despolitizar la justicia con nocturnidad, premeditación y alevosía. Ni el cambio de la obsoleta ley electoral ni la democracia interna están en la agenda de los dos grandes partidos. Y la Ley de Transparencia es una broma de mal gusto cuando resulta que se destruyen los libros de entrada de la sede de Génova y ni siquiera se obliga a los registros de la propiedad a revelar el valor escriturado de los bienes declarados por los diputados. Tomaduras de pelo así no llevan ya a ningún sitio.
El único camino posible es la catarsis, la «purificación ritual de personas o cosas afectadas por alguna impureza» que dice el diccionario. Como hecho esencialmente teatral, toda catarsis tiene un momento de ignición que va seguido de una sacudida eléctrica y de sus correspondientes ondas expansivas. Puede ser de carácter violento como la pedrada en la ventana de un cristal emblemático que desencadena asaltos, saqueos y pillajes o completamente pacífico como la determinación de esa buena mujer de no levantarse del asiento del autobús reservado para blancos que da lugar al boicot durante meses del sistema de transporte público. Puede surgir de la base de la sociedad como en la Primavera Árabe o de la cúpula de una institución como en el caso de la revolucionaria renuncia de Benedicto XVI al papado dando paso al fenómeno Bergoglio.
El mejor ejemplo de catarsis protagonizado por una clase dirigente tuvo lugar durante la noche del 4 de agosto de 1789 en el salón de los Pequeños Placeres del Palacio de Versalles, habilitado como sede de la Asamblea Constituyente. En plena avalancha de noticias sobre las protestas y levantamientos armados que siguieron en toda Francia a la toma de la Bastilla, el vizconde de Noailles, cuñado de La Fayette, subió a la tribuna para alegar que «la efervescencia de las provincias» no se detendría sin actuar sobre sus causas. Entonces, ante el estupor inicial de la gran mayoría de los diputados, propuso la abolición de los privilegios y derechos señoriales de la aristocracia y el alto clero.
Inmediatamente le sucedió en el uso de la palabra el duque de Aiguillon que era el hombre más rico de Francia después del Rey. Su argumento fue que «el primer y más sagrado deber de la Asamblea Nacional» era «supeditar los intereses personales al interés general», sumándose así a la propuesta de su amigo y colega. Le Guen de Kerengal, adinerando comerciante bretón, clamó entonces: «¡Decidle al pueblo que reconocéis la injusticia de estos derechos adquiridos en tiempos de ignorancia y tinieblas! ¡No perdáis ni un momento más!».
Entre gritos de asentimiento y en medio de lo que el Monitor describió al día siguiente como «una fiebre de generosidad» fruto de «la embriaguez de la palabra», condes y vizcondes, duques y barones, obispos y arzobispos comenzaron a renunciar unilateralmente a sus tasas, fueros, diezmos, jurisdicciones, pernadas, derechos sobre molinos y bosques y demás privilegios ancestrales. Enseguida fueron algunas provincias y regiones las que se sumaron a la riada, abdicando de sus regímenes fiscales especiales. Como ha escrito George Soria, «en seis horas de reloj se produjo el milagro y el edificio jurídico del viejo régimen fue destruido por la Asamblea Nacional». Sólo el haraquiri de las Cortes franquistas reprodujo en España algo remotamente parecido.
Ayer tuve un sueño e imaginé que la comparecencia del jueves de Rajoy desencadenaba otra vez ese fenómeno. Que en lugar de prestarse a fomentar nuevos homenajes como el ofrecido a Cospedal –tal vez era para celebrar el ingreso de los 200.000 – en un edificio muy visitado por Bárcenas, que en lugar de seguir estimulando vilezas periodísticas de la peor impronta, que en lugar de continuar encastillado en un negacionismo contrario a toda evidencia y por ende inverosímil, el presidente del Gobierno reconocía la verdad. Es decir, admitía que en su partido se han recibido donaciones ilegales en dinero negro a lo largo de los años y que eso ha servido para engrosar los gastos electorales y en menor medida para resolver problemas personales puntuales, repartir gabelas y complementar algunos sueldos.
Y soñé que a continuación pedía perdón y anunciaba que todos los dirigentes, afectados por activa o por pasiva, receptores de dinero o meros consentidores, habían decidido entregar a Cáritas el duplo de la cantidad equivalente actualizada; y que también anunciaba la convocatoria de un Congreso Extraordinario del PP en septiembre en el que tanto él como el resto de la dirección pondrían expresamente su cargo a disposición de las bases; y en el que además propondría reformas tales como una limitación drástica de los gastos del partido, la incompatibilidad absoluta de todo sueldo público con cualquier otra percepción, la desaparición del aforamiento de diputados y senadores, el final de las listas cerradas y bloqueadas, la elección de los principales cargos y candidatos mediante primarias con sólo 1.000 avales de requisito a nivel nacional y sólo 100 a nivel regional…
Y soñé que, casi sin dejarle terminar de hablar, los líderes del PSOE y CiU reprobaban sus anteriores falacias, celebraban su sinceridad sobrevenida, reconocían que en sus propios partidos habían sucedido cosas muy parecidas, se sumaban a sus propuestas y aportaban otras similares. Y que a lo largo del viernes y sábado se producía un alud de comparecencias de presidentes y líderes autonómicos anunciando la eliminación de televisiones públicas, defensores del pueblo, consejos consultivos y demás órganos superfluos detectados por la «reforma Soraya». Y que al día siguiente por la mañana los senadores populares y socialistas anunciaban la renuncia a sus sueldos mientras no haya una reforma de la segunda cámara que le otorgue una utilidad real. Y que por la tarde comparecían los líderes de la Federación Española de Municipios para comprometerse a promover la fusión de todos los ayuntamientos con menos de 1.000 habitantes para ahorrar gastos al ciudadano.
Una vez que esta semana han terminado de descarrilar las últimas fantasías asociadas a la marca España en una curva que nunca debió estar en el trazado de una línea como esa, ¿hay alguna posibilidad de que este nuevo sueño regenerador se haga realidad? ¿Podemos esperar que, por mínimo que sea el riesgo de que incurran en la «embriaguez de la palabra», entre nuestros políticos brote al menos la «fiebre de la generosidad», o terminará sucediendo todo cuando menos lo esperemos de forma mucho más traumática e incontrolable? ¿Cabe aún un 4 de agosto en España? El domingo lo sabremos.

"Deontología de la ciberseguridad" artículo de Savater en el CORREO

  

Deontología de la ciberseguridad

FERNANDO SAVATER, EL CORREO 28/07/13

Fernando Savater
• Es imprescindible una regulación legal de ese nuevo mundo que ahora habitamos.

Las revelaciones de Snowden sobre espionaje en la Red por parte de Estados Unidos han suscitado un debate no sólo político sino también ‘ético’. De lo que se trata en este caso no es de la valoración ética que los sujetos hagan de sus acciones, sino de la deontología –o sea, las normas de moral pública establecidas– que ciertos comportamientos institucionales puedan haber comprometido o francamente violado. Entre los valores deontológicos que las instituciones deben defender en un Estado democrático hay dos muy importantes y que a veces se cortocircuitan mutuamente: la libertad de los ciudadanos (que incluye su derecho a no ser interferidos indebidamente por las autoridades y a conservar espacios vitales de privacidad) y la seguridad de los ciudadanos y del propio Estado (que incluye la prevención cautelar de delitos, sobre todo en nuestros días los de alcance terrorista). El mundo del ciberespacio ha abierto nuevas áreas de libertad y también inéditas amenazas a la seguridad: de ahí el conflicto que actualmente nos preocupa.

Hoy parece considerarse que perder libertad para ganar seguridad es algo rechazable por reaccionario. Sin embargo, algunos de los mayores logros del progreso en los países democráticos han seguido precisamente esa vía: la, no por casualidad así llamada, ‘Seguridad Social’, un avance revolucionario, se basa en impuestos y cotizaciones que restringen lo que cada cual puede hacer con sus ganancias, y también la educación universal es obligatoria, etc… Hace cinco o seis siglos los caminos europeos eran mucho más ‘libres’ (sobre todo para los bandoleros) que nuestras vigiladas carreteras actuales. Cuando apenas existían automóviles, no había leyes de tráfico ni guardias para poner multas, pero se hicieron necesarias para mantener la seguridad en cuanto la red viaria aumentó en cientos de miles de unidades y la capacidad de correr se hizo peligrosa… Pocos consideran superfluas estas medidas cautelares.

Siempre que se discute sobre los excesos de vigilancia del Gobierno sobre los ciudadanos sale a relucir el Gran Hermano descrito por George Orwell en su famosa distopía ‘1984’. Pero suele pasarse por alto que el control agobiante y obsesivo del Gran Hermano de Orwell se ejercía para impedir libertades democráticas de asociación, expresión y creencias, es decir no para la seguridad de los ciudadanos sino para garantizar la del poder establecido sin oposición a su dictadura. De momento, no parece que las muchas formas de cibervigilancia que padecemos en los países democráticos (es evidente que el caso de China, Cuba, etc. es distinto) restrinjan las libertades cívicas fundamentales, sino que hasta ahora sólo sirven –cuando sirven para algo– para combatir delitos contra la propiedad intelectual, la pederastia y detectar redes terroristas (tarea, por cierto, en la que hasta ahora no puede decirse que hayan tenido siempre éxito). Por otra parte, aunque todos somos muy amigos de la libertad, la queremos para nosotros mismos –que como se sabe somos personas decentes e inofensivas– pero no para quienes roban (por eso tenemos cerrojos y alarmas en nuestras casas), ni para los que asaltan bancos y almacenes (donde nos parecen oportunas las cámaras de vigilancia y los guardias de seguridad), ni los que raptan niños (protección en las escuelas y en los parques infantiles), ni para quienes utilizan la red para tender celadas sexuales a los adolescentes, ni por supuesto para quienes planean cometer atentados terroristas.

Lo malo es que nunca ningún servidor público gana medallas por prevenir delitos porque ¿quién nos asegura que realmente iban a cometerse? Cuando ocurre el crimen, sin embargo, nunca faltan reproches contra los que no supieron prevenirlo ni protegieron bien a las víctimas. Lo cual desde luego no legitima todas las medidas que hoy pueden tomar los gobiernos para controlar datos y comunicaciones en Internet. Sobre todo aquellos procedimientos que trasgreden la soberanía de otros países y no respetan ni siquiera a los organismos internacionales. Cualquier política de cibervigilancia debería dotarse de normas claras (tanto legales como deontológicas) y tendría que estar acordada al menos entre los Estados que comparten planteamientos democráticos semejantes. Pueden quedar secretos los resultados de lo que las agencias gubernamentales de vigilancia están haciendo (forma parte de la eficacia de su cometido), pero debe quedar institucionalmente claro en qué consiste eso que están haciendo y qué responsables autorizados se encargan de gestionar un material tan sensible y propenso a inadmisibles abusos.

Aunque la mención del Gran Hermano sea recurrente entre quienes confunden a George Orwell con Mercedes Milá, puede que la metáfora más adecuada para la polémica entre libertad y seguridad sea la de la pugna entre dioses en el Olimpo político de la que habló Max Weber. Cada uno de esos valores esenciales, a fin de cuentas, no puede ser definido sin ser puesto en relación con el otro aunque sea difícil conciliar los respectivos ideales. Tanto la libertad como la seguridad de cada ciudadano, y desde luego las amenazas que las comprometen, evolucionan hoy y lo harán aún más mañana en ámbitos virtuales inéditos que ha abierto Internet. Es imprescindible una regulación legal de ese nuevo mundo que ahora habitamos y que se superpone al otro que ya conocíamos. La cuestión es aquella que hace siglos planteó Juvenal en la Roma de los Césares: «Y… ¿quién vigila a los propios vigilantes?»



viernes, 12 de julio de 2013

Articulo 2Indignado o asustado2 de Joseba Arregui


  

Indignado o asustado


JOSEBA ARREGI e EL MUNDO 10/07/13

      La crisis que afecta a España, que comenzó siendo una crisis económico-financiera y ha llegado a ser una crisis de las instituciones políticas, es lo más parecido que puede haber a una crisis sistémica, a una crisis en la que el sistema en su conjunto muestra todas sus debilidades. Esta crisis comenzó produciendo indignados, pero puede acabar, y ojalá así sea, produciendo asustados.

     Si hubiera que establecer una diferencia entre los indignados y los asustados ésta sería la siguiente: el indignado, siendo parte del sistema, no cree que él tenga responsabilidad alguna en la crisis y culpa a otros, especialmente los políticos y los banqueros, de la crisis que le afecta. El asustado, sin embargo, termina viendo que la crisis es del conjunto del sistema, que él no escapa de la responsabilidad, pues es parte del sistema y no puede aperarse de él, y por eso está asustado, porque ve que la salida no es fácil, pues si bien es necesario nombrar individualmente y grupalmente a los responsables más directos de la crisis, no cree que con ello termine la labor de depuración, sino que cree que ésta debe alcanzar a todos los ciudadanos.
Lo más llamativo de la crisis española es que, aun afirmando que es una crisis que afecta al conjunto del sistema, quienes opinan en público sobre ella lo hacen colocándose a sí mismos fuera del sistema, como si no estuvieran afectados por los problemas que aquejan al sistema, y fijan su atención en otros actores para cargar sobre ellos toda la responsabilidad. O al menos la más importante y la más grave.

     Parece que existe cierto consenso en afirmar que la crisis, en sus aspectos económico-financieros, está en relación con la burbuja inmobiliaria y constructiva: España, con algo más de 40 millones de habitantes, estaba construyendo entre 700.000 y 800.000 viviendas anuales, mientras que la Gran Bretaña por ejemplo, y en los mismos años, construía alrededor de 250.000 viviendas con más de 60 millones de habitantes. Y eso sucedía año va y año viene. Eran los tiempos en los que el número de trabajadores se acercó, e incluso llegó, a los 20 millones. Pero incluían a, con permiso, trabajadores burbuja, que cobraban sueldos burbuja, que pagaban IRPFs burbuja, IVAs burbuja, lo cual permitía presupuestos burbuja con poco o ningún déficit.
Las Cajas de Ahorro y los bancos ofrecían créditos por más del valor del piso hipotecado, pero los compradores creían que se lo podían permitir, puesto que el bajo coste del dinero y la inflación hacían razonable, o eso creían, endeudarse por encima de lo que sus sueldos permitían hacerlo. Las Cajas de Ahorro se lanzaron a capitalizarse emitiendo y colocando preferentes, y muchos ciudadanos vieron la forma de acceso a una rentabilidad que de otra manera el dinero barato no ofrecía. Muchas firmas crecieron apalancadas por la misma razón: el dinero barato.

     Pero el dinero era barato hasta que se encareció, aunque fuera por distintas razones, la principal el monto que la deuda española adquirió en su conjunto, la pública y la privada, y la desconfianza que surgía sobre la capacidad de devolución de tan alta deuda. Y empezaron los problemas. Y empezó la búsqueda de culpables: los políticos y los banqueros, más algunas instituciones, gobiernos y políticos extranjeros. Pero nadie que no perteneciera a esos grupos tenía nada que reprocharse a sí mismo.

    Es cierto: los políticos dejan mucho que desear. Pero también los profesores de universidad. También los demás profesionales de la enseñanza. Trabajamos menos, pero costamos tanto o más que la media europea. Pero la culpa es del ministro de turno. Queremos una economía basada en el conocimiento, pero no queremos que las becas tengan nada que ver con la disposición y la capacidad de adquirirlo.

     Y los periodistas creen también estar fuera del sistema, y desde ese exterior poder ser los más críticos con los responsables de la economía y desde luego con los políticos, cuando a uno se le cae la cara de vergüenza escuchando a muchos tertulianos y leyendo muchas cosas que se escriben, en asuntos que se refieren a España y en cuestiones que se refieren a otros países europeos: la ignorancia y la desfachatez campan por sus respetos. No se hace ningún esfuerzo por diferenciar entre lo penalmente imputable y lo que puede ser criticado desde la responsabilidad política. Bien es cierto que los políticos son los que han introducido esa maldita costumbre de no asumir ninguna responsabilidad hasta no ser imputados o hasta que se abra juicio oral, confundiendo fatídicamente responsabilidad política y responsabilidad penal. Pero los periodistas les siguen en la misma confusión.

    La izquierda culpa a la derecha, la derecha a la izquierda, y ambas al Gobierno. Y todos dan la sensación de que no quieren que las medidas que adopta el Gobierno, por supuesto criticables cuando hay argumentos, den fruto alguno, pues se les acaba la bicoca de poder echar la culpa a alguien. Pero pudiera suceder que realmente se esté saliendo de la crisis pero no hayamos arreglado nada de lo que la crisis nos había dado la oportunidad de acometer: una transformación del sistema, enfermo por el dinero fácil, por el rápido enriquecimiento, por creernos más ricos de lo que éramos y de que nos podíamos permitir lo que sólo era posible gracias a la burbuja.

    Hemos caído en el desprecio del trabajo, de la austeridad, de la meritocracia, en la fe en igualdades por abajo, en la destrucción de cualquier sistema de calidad, de elitismo –¿alguien habrá leído en este país a Ortega y Gasset y su Rebelión de las masas?–, hemos destrozado la cultura televisiva, vivimos de quitar la piel a los demás, porque al parecer es lo único que vende. Alguien ha hablado de falta de autoridad intelectual, pero ¿como va a haber autoridad intelectual si la aplicación del plan de Bolonia a la Universidad española es una de las mayores estafas que se está haciendo a la sociedad española porque los rectores sólo han defendido los intereses corporativos de los profesores?

     PERO LO más grave es que nadie habla de esto, ni se atreve a decir que tenemos ciertamente a la juventud con más títulos de la historia, pero desde luego no necesariamente la mejor formada, que salir a trabajar al extranjero no es ningún desdoro, ni deshonra alguna, sino enriquecimiento para el futuro personal y de la sociedad en su conjunto. Hemos formado lo que la sociedad no necesitaba, más de los que necesitaba, y probablemente faltan los que realmente necesita. Y en ello hemos participado todos: quienes han planificado desde la política, los empresarios que tampoco son dados a decir lo que creen y saben que es la verdad desde su perspectiva, ni los ciudadanos que nos hemos creído lo que sólo era una burbuja.
Ni se va a reformar en serio la estructura del poder territorial en España, porque a unos el mentar la palabra federalismo les produce urticaria sin saber realmente en qué consiste el federalismo –una mejor unión, que decían los federalistas americanos–, otros porque utilizan el federalismo para esconder cualquier otra cosa, cualquier tipo de asimetría o la confederación que es la destrucción del estado para algo imposible, aplacar a los nacionalismos. Las primarias en los partidos se venden como recetas milagrosas, cuando en EEUU, junto con el gerrymandering de los distritos electorales, son las culpables de la radicalización divisiva de la política americana. Se habla de listas abiertas, sin tener en cuenta que, en Brasil por ejemplo, han conducido a la etnificación. Política y corrupción dineraria van de la mano en la opinión pública creada por los medios, pero la peor corrupción es la de no pensar para no decir cosas inconvenientes y no perder la oportunidad de seguir siendo colocado en algún puesto, para seguir no pensando, ni criticando nada.

     El liberalismo se ha convertido en dos dogmas: bajar los impuestos y recentralizar las competencias. El socialismo se ha convertido en no exigir nada a nadie, más que a los más ricos, pues quitándoles a ellos se arregla todo, hasta que los que no saben sepan, y los que no pueden puedan, lo que sea. Y la democracia se ha convertido en escuchar a la calle, no en estudiar, no en profundizar en los temas, no en desarrollar espíritu crítico. No. Como decía un profesor que conocí: para resolver los problemas de la industria no hace falta saber economía, sólo es necesario ir de chiquitos. Y nos quedamos tan anchos.

    La crisis económico-financiera pasará, pero no estoy nada seguro de que vuelva a presentársenos una nueva oportunidad para hacer lo que hemos dejado de hacer esta vez.