EL MUNDO 19/06/13
JOSEBA ARREGI
Desde que a partir de mediados del
siglo XIX se puso de moda el nacionalismo de los pueblos que no habían
alcanzado la situación política de Estado, el carácter mimético del
nacionalismo ha quedado de manifiesto: los pueblos o naciones sin estado
quieren alcanzar el nivel político estatal de los pueblos que sí lo han
conseguido. Si Cánovas impulsa la configuración de España como estado nacional
sobre la base de una única y exclusiva lealtad, Sabino Arana le replica
proclamando la lealtad exclusiva de los vascos a la nación vasca.
En el caso español, el mimetismo
ha corrido a cargo de los nacionalismos periféricos. La Constitución de 1978
trató de encontrarles acomodo en el sistema constitucional, pero la historia
posterior está poniendo de manifiesto que éstos no renuncian a conseguir lo
mismo que la nación española, un estado propio. El
problema de esta dinámica radica en que lo que proclaman los nacionalismos
periféricos de España, su plurinacionalidad, es una realidad mucho más propia
de sus sociedades que de España en su conjunto.
Pero las reclamaciones de los
nacionalismos periféricos han terminado cansando a la sociedad española, máxime
en estos momentos de profunda crisis económico financiera que exige, por encima
de todo, solidaridad y trabajo en pos del bien común: no
se entiende el recurso permanente al agravio comparativo, la búsqueda del
beneficio particular sin tener en cuenta al conjunto. Hay un gran hastío.
Aquí aparece también el problema
del mimetismo de los nacionalismos, pero a la inversa: puede surgir la
tentación de defender un nacionalismo español para hacer frente a los
nacionalismos periféricos que no cejan en su empeño, aunque sean incapaces de
dar cuenta del pluralismo intrínseco de sus sociedades. Empieza a haber señales
que, directa o indirectamente, apuntan a un nacionalismo español de respuesta.
Las propuestas de recentralización de competencias, la puesta en cuestión,
abierta o solapada, del Estado de las autonomías, bajo la capa de la necesidad
de recortar el aparato administrativo, el recurso a la necesidad de reforzar el
Estado, confundiendo en general al Estado con la Administración central, la
necesidad de un marco único para la actuación económica: todo ello puede ser
razonable y discutible. Lo que es peligroso es querer
superar el cansancio y el hastío, comprensibles, con los nacionalismos
periféricos acudiendo a un nacionalismo de respuesta. Para evitarlo es necesario clarificar el significado de dos
términos políticos que empiezan a ser usados prolíficamente: nación y liberal.
Ambos términos aparecen en la
historia de la mano: es el liberalismo político el que
inventa la nación política. E inventa la nación política antes de que el
romanticismo invente la nación etnocultural y de que Fichte reclame un estado
para cada nación etnocultural. La nación política
es la constituida por ciudadanos. Los ciudadanos son sujetos políticos
constituidos por sus derechos individuales, por su derecho a la libertad de
conciencia sobre todo, y a partir de ese derecho a la libertad de conciencia,
su derecho al resto de libertades políticas. La nación del liberalismo es
primero y sobre todo una nación política, y sólo de forma secundaria y
circunstancial una nación lingüística o cultural. Es más: las
primeras naciones proclamadas por la revolución liberal no se ajustaban a los
límites geográficos de las naciones etnoculturales. Por eso eran sobre todo
políticas: asociaciones voluntarias de individuos soberanos.
El liberalismo es, pues,
revolucionario, porque en el esfuerzo por superar el antiguo régimen y la
monarquía absoluta instituye la figura del ciudadano que, asociándose
voluntariamente a otros ciudadanos soberanos, conforman la nación política.
Ésta ya no está constituida por los estamentos, ni por la religión obligatoria,
ni encarnada en la figura del monarca absoluto. Desde
esta perspectiva la nación política es sinónimo de Estado de derecho, porque es
el imperio del derecho el eje en el que se constituye el ciudadano sujeto de
derechos y libertades, y con él la nación política.
Cuando en el contexto de la crisis económico financiera que
nos afecta tan seriamente se afirma que se trata también de una crisis política
que afecta al Estado como conjunto, que afecta a la nación, es preciso
preguntar siempre a qué nación se refieren, a qué estado se refieren quienes
así hablan. No es cuestión de negar que las comunidades autónomas han producido
un exceso de institucionalización, de burocracia y de complejidad. Pero también
han contribuido a una mayor libertad de los ciudadanos. También el Gobierno
central ha sufrido un crecimiento desmesurado mientras se desarrollaban las
autonomías. También estados totalmente centralizados tienen problemas de exceso
de burocracia, de exceso de institucionalización, de elefantiasis organizativa.
El liberalismo clásico es, sobre todo, una doctrina política
antes que una doctrina económica. El llamado
neoliberalismo poco tiene que ver con el liberalismo revolucionario que creó la
nación política. Y como escribe Tony Judt fue Beveridge, un liberal
británico, quien redactó las propuestas reformistas que los laboristas llevaron
a cabo, y el Estado del bienestar, el modelo europeo,
fue creado sobre todo, en opinión del mismo historiador, por la
cristianodemoracia, y no por el socialismo. Y lo dice alguien que se afirma
socialdemócrata.
Hay quien cree que hemos llegado
a donde estamos sólo en los últimos años, pero no es verdad. La situación
actual es, en el aspecto político, fruto de lo que tanto se ha alabado de la
Constitución española: no haber definido desde el inicio el modelo final. Esa
apertura, con todo el valor positivo que posee, ha sido nuestra desgracia, pues
no ha habido dirigentes políticos con altura de miras suficiente para saber que
había que ir cerrándolo. Los nacionalismos periféricos tienen una buena parte
de responsabilidad. Pero casi todos los gobiernos centrales han sido
condescendientes con los nacionalismos periféricos cuando les han interesado
sus votos para fortalecer su posición en el Parlamento español. Y todos han
cometido graves errores en este aspecto.
Hoy podemos encontrar muchas referencias a las clases
medias, a las que les están saliendo muchos salvadores. Es cierto que sin
clases medias es difícil el desarrollo de una cultura democrática. Pero alguien
debiera estudiar la historia para ver qué ha sucedido cuando se ha manipulado
la referencia a las clases medias, en especial en épocas en las que éstas
estaban debilitadas.