" En
una sociedad abierta y pluralista, por tanto laica y no sometida a rigideces
teocráticas, las leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de
los ciudadanos, sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas sin
humillación de nadie."
Inflación
ética
De antaño sabemos que una de las causas más frecuentes de muerte para
corrientes ideológicas o movimientos políticos es el éxito. Tal es el caso de
la ética, que a fuerza de tanto triunfo actual está ya en la UVI y con
respiración asistida. La ética parece ser la bella desconocida que a todos
conquistaría si llegase a tiempo al baile, la coraza que resguarda a cuantos
avanzan justicieros contra el dragón de la realidad, la pócima de Fierabrás que
todo lo cura pero que se dispensa, ay, en redomas demasiado pequeñas. Porque
precisamente en eso consiste el encanto de dar mandobles éticos, un arma que
siempre es crítica y casi nunca autocrítica. Entre varias más académicas, la
única definición consagrada por el uso y la convicción de todos dice así: ética
es lo que les falta a los demás. ¿Cómo resistirse a su encanto?
La ética sirve hoy para tapar todos los huecos, administrativos o teóricos.
Por ejemplo, en el proyecto de reforma educativa promovida por el ministro
Wert, se la utiliza con el nombre de “valores éticos” como alternativa y
coartada para justificar la inclusión del catecismo como asignatura puntuable
de primera magnitud. Algo así como obligar a quien no cree en los horóscopos a
dedicarse a los crucigramas... Pero también tropezamos con el fulgor de la
ética como remedio de los males de la economía o la política. En este caso, es
más bien como si se recomendase apagar los incendios forestales con un hisopo
de agua bendita. Parece darse por hecho que todos los valores, por serlo,
tienen que pertenecer a la moral, mientras que el resto de las interacciones
humanas se mueven por intereses y estos sirven solo para enfrentar a los
humanos, nunca para unirlos. O sea que la ética baja del cielo y todo lo demás
bulle desde el cieno: mal asunto, porque el lado de los ángeles es el que queda
bien, pero después siempre gana el barro.
No hay nada peor para los valores que convertirlos todos en moneda ética.
¿Acaso solo pueden ser principios morales los que aconsejen acabar con los
paraísos fiscales, como si no hubiese razones económicas para obstaculizar los
fraudes y la evasión de impuestos? ¿No pueden encontrarse en la economía misma
intereses sociales que desaconsejen la tolerancia con los depredadores? ¿No hay
en la política razones para tener por bueno a quien busca según sus luces el
acuerdo con otros y el bien común, no su mero lucro privado? ¿Se remediarán
nuestros males exigiendo a los políticos comportamientos morales y no rectitud
política? En Euskadi, con un terrorismo puesto casi fuera de combate por
quienes se enfrentaron sin eufemismos ni atajos ilegales con él, buscan ahora
por medio de una ponencia de paz parlamentaria un “suelo ético” sobre el que
convivir, como si la Constitución y el Estatuto que hemos defendido con tanto
esfuerzo contra ETA y servicios auxiliares no brindasen valores suficientes
para organizar una comunidad democrática que no excluye a quienes una vez
lucharon contra ella aunque sin ceder ante los que siguen tratando de
subvertirla por otros medios.
Pero es que además la ética, en cuanto reflexión que busca la excelencia
personal (puesto que cada cual solo se conoce a sí mismo como sujeto de la
intención, buena o mala), puede entrar en ocasiones en conflicto con las
exigencias públicas de ciertos roles sociales. Si por ejemplo un
multimillonario (pongan ustedes el nombre que prefieran en la línea de puntos)
siente un retortijón íntimo de conciencia y decide repartir toda su fortuna
entre los más necesitados, es muy probable que encuentre argumentos morales
para justificarse. Pero si ese mismo escrúpulo aqueja al ministro de Economía
de un país respecto al erario público, lo mejor que puede hacer es renunciar a
su cargo para no seguir un impulso que va contra otros valores prudenciales tan
perfectamente respetables como los éticos que conmueven su corazón. Porque no
solo se nos puede exigir una moral de principios, sino también otros principios
derivados de la responsabilidad, como señaló en su día Max Weber. A quien
quiera aprender en vivo la diferencia entre ambas cosas le recomiendo Lincoln, de
Spielberg, que cuenta cómo el hombre más puro de Estados Unidos revocó la
historia para la libertad por medio de la corrupción.
En una sociedad abierta y pluralista, por
tanto laica y no sometida a rigideces teocráticas, las leyes no deben pretender
zanjar las divergencias morales de los ciudadanos, sino crear un ámbito en el
que puedan convivir todas sin humillación de nadie. O sea, lo contrario de
lo que ocurrió cuando el Parlamento catalán prohibió las corridas de toros,
convirtiendo en obligatoria la opción moral de una parte de la ciudadanía
contra la de los demás. Algunos que en su día apoyaron esa ley han descubierto
ahora, con motivo de la posible modificación de la ley sobre la interrupción
del embarazo, las virtudes de respetar la decisión personal y no imponer una
ética única a toda la población. Bienvenidos a la tolerancia… o al menos a la
cordura legal. En el tema del aborto, las perplejidades éticas son inevitables
y deberían ser celebradas como una muestra del desarrollo de la conciencia que
aquilata los valores vitales, no como un atraso. Solo un idiota moral —que los
hay— afronta esa situación con la misma despreocupación que quien se extirpa un
lobanillo. Pero ninguna legislación puede zanjar tales escrúpulos: si es
discreta, se conformará con impedir que se vean agravados por persecuciones
penales y una clandestinidad anti-higiénica.
El supuesto de aborto lícito en el caso de una malformación grave del feto
presenta precisamente el ejemplo de un auténtico dilema moral contemporáneo.
Antes no hubiera existido, porque no teníamos la tecnología adecuada para
detectar tales casos: la cuestión la resolvía en ciertas culturas tras el
nacimiento el infanticidio (que no es lo mismo que un “feticidio”) o la
resignación ante lo que nos manda la naturaleza o Dios. La ética no cambia
radicalmente con los tiempos, pero como trata de la valoración de nuestras
acciones evoluciona según se amplían las capacidades humanas. Hoy podemos
decidir con información suficiente antes del nacimiento, en las primeras etapas
del embarazo, y el verdadero problema moral ahora no es si se tiene derecho a
abortar en caso de graves malformaciones sino si, conociéndolas, se tiene
derecho a dar a luz. La norma legal debe señalar el marco razonable de ese
íntimo debate, sin aspirar a tener nunca la última palabra.
En cuanto reflexión
sobre nuestros fines vitales, la ética puede considerarse el telón de fondo de
acciones e instituciones. Se ocupa de cómo lo humano debe reconocer y tratar
diferenciadamente a lo humano, o sea que siempre es “especieísta” —contra lo
que creen animalistas varios— pero naturalmente racional, contra lo que piden
los teólogos. Aunque desde luego no agota todos los campos de valoración ni
reduce los retos de nuestra interacción a una simplicidad binaria o maniquea.
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