Los zombis de la izquierda, de Fernando García Selgas en
El País
LA CUARTA PÁGINA
Estos partidos siguen presos de uno de sus más recurrentes
‘muertos vivientes’: el victimismo, que alienta una inocencia imposible y sirve
de excusa para evitar asumir las distintas responsabilidades
En medio de esta crisis, que nunca fue
exclusivamente financiera y cuyo punto más bajo todavía no se atisba, y cuando
la ciudadanía parece reclamar una cultura política de diálogo y pacto (ver EL
PAÍS del 14 de octubre de 2012, página 20), encontramos unos partidos de
derechas instalados en diversos gobiernos nacionales o autonómicos que siguen
obsesionados con mantenerse en un poder que consideran natural y exclusivamente
suyo, aunque sea a costa de maquillar la realidad mediante la manipulación
mediática, la ingeniería contable de los presupuestos o el tocomocho de un
independentismo que pasaba por allí. A ellos, a la desvergonzada actuación de
la banca, a la desastrosa utilización que muchos políticos han hecho de las
cajas de ahorros o al pacato comportamiento que está teniendo la Comisión Europea
hay que pedirles cuentas, y pedírselas uno a uno. Pero también hay que
pedírselas a los partidos y colectivos de izquierda que están actuando como si
estuvieran atenazados por una combinación de distintos zombis, auténticos
muertos vivientes que no son una extensión de los que con tanto éxito han
poblado últimamente nuestras pantallas sino de viejos errores que vuelven como
fantasmas, constituyendo trampas mortales para quienes debieran estar vivos.
Esto es lo que pretende este artículo al señalar, no sin cierta autocrítica, a
algunos de esos zombis “de izquierdas”.
Por ejemplo, hay algunas plataformas de
trabajadores en ciertas instituciones públicas de enseñanza, como las
universidades públicas madrileñas, que utilizan como una de sus armas para
combatir los recortes en la educación pública lo que denominan “insumisión o
desobediencia civil”, que consiste en dejar de cumplir sus funciones o
trasladarlas a algún sitio que las haga inútiles, lo cual no sirve más que para
deteriorar más aún estos servicios públicos. Es como si resucitaran los luditas
de comienzos del siglo XIX que saboteaban las máquinas de la empresa. Por ello
se puede hablar de un comportamiento zombi que, con apariencia de ejercer una
resistencia y servir como antídoto contra el sentimiento de impotencia, tiene
efectos contrarios a los que se dice buscar: está más muerto que vivo. Por supuesto hay que
defender la educación, la sanidad y otros servicios públicos, pero hay que
hacerlo de un modo más constructivo, realista y comprometido, quizá conjugando la
protesta pública con la voluntad decidida de señalar qué cosas se pueden
mejorar y cómo hacerlo, qué gastos son superfluos o prescindibles, qué ventanas
a la corrupción siguen abiertas, etcétera.
Un
caso más general lo encontramos en el hecho de que muchos colectivos y
sindicatos de izquierda vienen envolviendo el descontento generalizado de
trabajadores y pensionistas no en reivindicaciones concretas y posibles, sino
en la petición de un referéndum sobre los recortes decididos por los distintos
Gobiernos. Todas las marchas y manifestaciones bajo la bandera de ese
referéndum hacen eco de aquellas multitudinarias marchas y manifestaciones de
la izquierda en los años ochenta que exigían un referéndum sobre nuestra
adhesión a la OTAN. Un
referéndum que, además de dividir a la izquierda y generar una enorme
frustración en buena parte de ella, no sirvió más que como distracción
mientras, sin prácticamente crítica o reflexión alguna, todos aplaudían nuestra
entrada en la Unión
Europea, que era lo que, para bien y para mal, iba a suponer
un cambio en nuestras vidas. ¿Para qué vale ahora ese referéndum sobre los recortes? ¿Qué
cambiaría si se gana o si se pierde? Es otro muerto viviente que nos está
impidiendo reaccionar de una manera que sea más adecuada a las condiciones
económicas y políticas en que hoy nos encontramos y sea, así, más eficaz. Tampoco parece que
se ganara mucho si lo que se exigiera fueran elecciones anticipadas ya que,
aunque ello sería más consecuente con el hecho de que un partido político que conocía
perfectamente la situación ha ganado las elecciones con un programa que
incumple sistemáticamente, lo único que iba a producir es que el poder volviera
a los mismos que no solo fueron ciegos a la burbuja inmobiliaria y a la debacle
bancaria que debían haber controlado, sino que contribuyeron a ellas con
algunos derroches y, sobre todo, con su aliento a la cultura de “toma el dinero
y corre”. Si algo hay que exigir a estos partidos políticos, cuya
burocratización, financiación e infiltración por los entresijos del Estado
deberían ser seriamente revisadas (como muy bien argumentó José Antonio Gómez
Yáñez en la Cuarta de EL PAÍS, 13 de julio de 2012), es
que de una vez por todas dejen de lado sus propios intereses y se sienten en un
Gobierno de concentración que los implique conjuntamente en la tarea de
solucionar esta crisis sin guiarse por las opciones ideológicas o los intereses
de partido y sin reproducir ninguna de las prácticas que nos han hundido en la
crisis económica, social y ecológica que nos ahoga. Hay que exigirles que se
corresponsabilicen del pasado, del presente y del futuro.
Pero cómo puede pedir esto una izquierda que
sigue presa de uno de sus más recurrentes zombis: el victimismo. Reproducir el viejo
discurso de los parias de la tierra como si fuéramos aquellos a los que el
capital, el sistema, el Estado, etcétera, aliena y oprime es un insulto para
quienes realmente son parias y un modo de exonerarnos de nuestras responsabilidades
individuales y colectivas tanto en su explotación cuanto en el hecho de que el
70% de la deuda de este país es privada o en el mantenimiento de una idea del
Estado benefactor al que, sin embargo, es perfectamente lícito hurtarle el pago
de impuestos como el IVA, etcétera. El victimismo es posiblemente el peor zombi que
acosa a nuestra izquierda pues, alentando una inocencia que es hoy imposible,
sirve de excusa perfecta para evitar asumir las distintas responsabilidades que
todos tenemos en la situación en la que nos encontramos, para permitir que
partidos y grupos que juegan a ese victimismo sigan practicando el griterío
vacío, cuando no cínico e interesado, y para dejar las puertas abiertas a las
tendencias populistas más peligrosas. En lugar de ello, y como modo de
ahuyentarlo, sería mejor aprender del acierto que han tenido algunos
movimientos sociales recientes como ecologistas o el 15-M al señalar que el
cambio que necesitamos es en gran medida cultural, requiere profundizar en la
democratización y transparencia de nuestras instituciones (incluyendo los partidos
y otras organizaciones), exige no olvidar que la crisis es también
medioambiental y necesita que todos nosotros seamos activos y corresponsables.
Aunque ahora, alertados de la presencia del zombi del victimismo, no debemos
caer en el espejismo de una inocencia que lleva a esos mismos movimientos a
quedarse fuera de las instituciones y de los procesos de toma de decisión al
ser incapaces de asumir los tragos amargos que conlleva el cambio de rumbo que
necesitamos para que este país no sea ni un milagro (económico) ni una
pesadilla (sociopolítica).
Parece inevitable que el descontento popular
crezca, mientras las derechas gobernantes continúan aferradas a un poder
oscurantista y autoritario, que es uno de sus peores zombis. Así que las
distintas izquierdas no deberían añadir más leña al fuego manteniendo
comportamientos, banderas o propuestas que están más muertas que vivas y
conducen a enfrentamientos o divisiones estériles. Más vale que, sin dejar de
defender un mínimo Estado de bienestar, asuman la bandera de la
(co-)responsabilidad, que lleva a que todos, del más humilde al más poderoso,
arrimen el hombro en la medida de sus posibilidades; bandera que en otro tiempo
y lugar lo fue de unas derechas más civilizadas y socialmente comprometidas y
que aquí permitió ese compromiso colectivo que fueron los Pactos de la Moncloa. De este modo
incluso podríamos soñar con que esta profunda crisis terminara contribuyendo a
poner fin a la maldición machadiana de dos Españas que nos hielan el corazón.
Fernando García Selgas es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense
de Madrid.
LA CUARTA PÁGINA
Estos partidos siguen presos de uno de sus más recurrentes
‘muertos vivientes’: el victimismo, que alienta una inocencia imposible y sirve
de excusa para evitar asumir las distintas responsabilidades
En medio de esta crisis, que nunca fue
exclusivamente financiera y cuyo punto más bajo todavía no se atisba, y cuando
la ciudadanía parece reclamar una cultura política de diálogo y pacto (ver EL
PAÍS del 14 de octubre de 2012, página 20), encontramos unos partidos de
derechas instalados en diversos gobiernos nacionales o autonómicos que siguen
obsesionados con mantenerse en un poder que consideran natural y exclusivamente
suyo, aunque sea a costa de maquillar la realidad mediante la manipulación
mediática, la ingeniería contable de los presupuestos o el tocomocho de un
independentismo que pasaba por allí. A ellos, a la desvergonzada actuación de
la banca, a la desastrosa utilización que muchos políticos han hecho de las
cajas de ahorros o al pacato comportamiento que está teniendo la Comisión Europea
hay que pedirles cuentas, y pedírselas uno a uno. Pero también hay que
pedírselas a los partidos y colectivos de izquierda que están actuando como si
estuvieran atenazados por una combinación de distintos zombis, auténticos
muertos vivientes que no son una extensión de los que con tanto éxito han
poblado últimamente nuestras pantallas sino de viejos errores que vuelven como
fantasmas, constituyendo trampas mortales para quienes debieran estar vivos.
Esto es lo que pretende este artículo al señalar, no sin cierta autocrítica, a
algunos de esos zombis “de izquierdas”.
Por ejemplo, hay algunas plataformas de
trabajadores en ciertas instituciones públicas de enseñanza, como las
universidades públicas madrileñas, que utilizan como una de sus armas para
combatir los recortes en la educación pública lo que denominan “insumisión o
desobediencia civil”, que consiste en dejar de cumplir sus funciones o
trasladarlas a algún sitio que las haga inútiles, lo cual no sirve más que para
deteriorar más aún estos servicios públicos. Es como si resucitaran los luditas
de comienzos del siglo XIX que saboteaban las máquinas de la empresa. Por ello
se puede hablar de un comportamiento zombi que, con apariencia de ejercer una
resistencia y servir como antídoto contra el sentimiento de impotencia, tiene
efectos contrarios a los que se dice buscar: está más muerto que vivo. Por supuesto hay que
defender la educación, la sanidad y otros servicios públicos, pero hay que
hacerlo de un modo más constructivo, realista y comprometido, quizá conjugando la
protesta pública con la voluntad decidida de señalar qué cosas se pueden
mejorar y cómo hacerlo, qué gastos son superfluos o prescindibles, qué ventanas
a la corrupción siguen abiertas, etcétera.
Un
caso más general lo encontramos en el hecho de que muchos colectivos y
sindicatos de izquierda vienen envolviendo el descontento generalizado de
trabajadores y pensionistas no en reivindicaciones concretas y posibles, sino
en la petición de un referéndum sobre los recortes decididos por los distintos
Gobiernos. Todas las marchas y manifestaciones bajo la bandera de ese
referéndum hacen eco de aquellas multitudinarias marchas y manifestaciones de
la izquierda en los años ochenta que exigían un referéndum sobre nuestra
adhesión a la OTAN. Un
referéndum que, además de dividir a la izquierda y generar una enorme
frustración en buena parte de ella, no sirvió más que como distracción
mientras, sin prácticamente crítica o reflexión alguna, todos aplaudían nuestra
entrada en la Unión
Europea, que era lo que, para bien y para mal, iba a suponer
un cambio en nuestras vidas. ¿Para qué vale ahora ese referéndum sobre los recortes? ¿Qué
cambiaría si se gana o si se pierde? Es otro muerto viviente que nos está
impidiendo reaccionar de una manera que sea más adecuada a las condiciones
económicas y políticas en que hoy nos encontramos y sea, así, más eficaz. Tampoco parece que
se ganara mucho si lo que se exigiera fueran elecciones anticipadas ya que,
aunque ello sería más consecuente con el hecho de que un partido político que conocía
perfectamente la situación ha ganado las elecciones con un programa que
incumple sistemáticamente, lo único que iba a producir es que el poder volviera
a los mismos que no solo fueron ciegos a la burbuja inmobiliaria y a la debacle
bancaria que debían haber controlado, sino que contribuyeron a ellas con
algunos derroches y, sobre todo, con su aliento a la cultura de “toma el dinero
y corre”. Si algo hay que exigir a estos partidos políticos, cuya
burocratización, financiación e infiltración por los entresijos del Estado
deberían ser seriamente revisadas (como muy bien argumentó José Antonio Gómez
Yáñez en la Cuarta de EL PAÍS, 13 de julio de 2012), es
que de una vez por todas dejen de lado sus propios intereses y se sienten en un
Gobierno de concentración que los implique conjuntamente en la tarea de
solucionar esta crisis sin guiarse por las opciones ideológicas o los intereses
de partido y sin reproducir ninguna de las prácticas que nos han hundido en la
crisis económica, social y ecológica que nos ahoga. Hay que exigirles que se
corresponsabilicen del pasado, del presente y del futuro.
Pero cómo puede pedir esto una izquierda que
sigue presa de uno de sus más recurrentes zombis: el victimismo. Reproducir el viejo
discurso de los parias de la tierra como si fuéramos aquellos a los que el
capital, el sistema, el Estado, etcétera, aliena y oprime es un insulto para
quienes realmente son parias y un modo de exonerarnos de nuestras responsabilidades
individuales y colectivas tanto en su explotación cuanto en el hecho de que el
70% de la deuda de este país es privada o en el mantenimiento de una idea del
Estado benefactor al que, sin embargo, es perfectamente lícito hurtarle el pago
de impuestos como el IVA, etcétera. El victimismo es posiblemente el peor zombi que
acosa a nuestra izquierda pues, alentando una inocencia que es hoy imposible,
sirve de excusa perfecta para evitar asumir las distintas responsabilidades que
todos tenemos en la situación en la que nos encontramos, para permitir que
partidos y grupos que juegan a ese victimismo sigan practicando el griterío
vacío, cuando no cínico e interesado, y para dejar las puertas abiertas a las
tendencias populistas más peligrosas. En lugar de ello, y como modo de
ahuyentarlo, sería mejor aprender del acierto que han tenido algunos
movimientos sociales recientes como ecologistas o el 15-M al señalar que el
cambio que necesitamos es en gran medida cultural, requiere profundizar en la
democratización y transparencia de nuestras instituciones (incluyendo los partidos
y otras organizaciones), exige no olvidar que la crisis es también
medioambiental y necesita que todos nosotros seamos activos y corresponsables.
Aunque ahora, alertados de la presencia del zombi del victimismo, no debemos
caer en el espejismo de una inocencia que lleva a esos mismos movimientos a
quedarse fuera de las instituciones y de los procesos de toma de decisión al
ser incapaces de asumir los tragos amargos que conlleva el cambio de rumbo que
necesitamos para que este país no sea ni un milagro (económico) ni una
pesadilla (sociopolítica).
Parece inevitable que el descontento popular
crezca, mientras las derechas gobernantes continúan aferradas a un poder
oscurantista y autoritario, que es uno de sus peores zombis. Así que las
distintas izquierdas no deberían añadir más leña al fuego manteniendo
comportamientos, banderas o propuestas que están más muertas que vivas y
conducen a enfrentamientos o divisiones estériles. Más vale que, sin dejar de
defender un mínimo Estado de bienestar, asuman la bandera de la
(co-)responsabilidad, que lleva a que todos, del más humilde al más poderoso,
arrimen el hombro en la medida de sus posibilidades; bandera que en otro tiempo
y lugar lo fue de unas derechas más civilizadas y socialmente comprometidas y
que aquí permitió ese compromiso colectivo que fueron los Pactos de la Moncloa. De este modo
incluso podríamos soñar con que esta profunda crisis terminara contribuyendo a
poner fin a la maldición machadiana de dos Españas que nos hielan el corazón.
Fernando García Selgas es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense
de Madrid.