miércoles, 26 de diciembre de 2012

Alta política ABC 26/12/12. Artículo de Ignacio Camacho


Alta política

ABC 26/12/12
Ignacio Camacho

PARA la política weberiana que reivindicó el Rey en su alocución de Nochebuena, esa alta política responsable, honesta y generosa que sea en sí misma el antídoto de la desafección ciudadana, se necesita algo que el monarca no podía echar de menos en voz alta aunque resulta bien probable que lo haga en su fuero íntimo: políticos de calidad como los que alumbraron el pacto constitucional que figuraba aludido entre las líneas del discurso. Figuras de relieve, actores de nivel capaces de protagonizar papeles a la altura del momento histórico. Dirigentes con liderazgo de luces largas.

El diagnóstico de Don Juan Carlos –en cuya aparición navideña se nota no sólo la mano detallista de una nueva y mejor pensada puesta en escena sino el tono más elevado de algún speechwritter con buena pluma– apunta en una dirección bien orientada: contra la antipolítica, contra la wikicracia, contra la tentación del desapego institucional y democrático, sólo cabe más y mejor política, una política de nobleza y de renuncia, de compromiso y de sensibilidad. Pero en la España de hoy falta materia prima para esa clase de empresas porque hace años que fallan los mecanismos de formación y selección de la función representativa. Porque la de político es una profesión desprestigiada ejercida por burócratas de partido. Y porque las estructuras democráticas se han convertido en sindicatos de intereses ante la pasividad de un cuerpo ciudadano que ahora reclama con airado desencanto unas virtudes públicas que tampoco existen en la propia sociedad civil.

El mismo Rey es, en tanto político, el último superviviente de una generación extinguida. La clase dirigente de la transición, un colectivo comprometido, con profundidad intelectual y sentido de Estado, se prolongó durante el felipismo, degeneró con él y tuvo un canto del cisne en el primer mandato de Aznar para decaer de forma irreversible durante el zapaterismo. Hay averías estructurales serias en los procesos de acceso y de renovación de la política, dominados por aparatos sectarios de ideología tan superficial como radicalizada. Los agentes públicos carecen de competencia profesional y de independencia de criterio y emiten un discurso twitter: liviano, vacío y consignista. La mayoría de las instituciones están en manos de una casta mediocre cuya única producción política consiste en la agitación gestual y la exaltación propagandística. El mismo día de Nochebuena tuvimos un ejemplo señero cuando el presidente de Cataluña, máximo representante oficial en el territorio, se preocupó en su toma de posesión de tapar el retrato del Jefe del Estado.

Miembro de aquella distinguida élite generacional que refundó y consolidó la democracia, el soberano añora la grandeza necesaria para salir de un gravísimo período crítico. Predica, como siempre, en el desierto de una dirigencia inhabilitada para refundarse a sí misma.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Guardias civiles y farsantes, artículo de Antonio Robles en el confidencial



Guardias civiles y farsantes

EL CONFIDENCIAL 14/12/12
Antonio Robles
“¿Qué piensa hacer, poner un guardia civil en cada aula?”.
La suficiencia del nacionalismo contra el ministro de Educación deja en evidencia el desprecio que destila por cualquier institución democrática ajena a sus convicciones. El círculo lo cerraba hoy Pilar Rahola en su columna de La Vanguardia. La frase había salido en los medios, la repitieron políticos nacionalistas y volvía a la prensa. Así se escribe la historia en Cataluña, periodistas y políticos podrían ser intercambiados y nadie se daría cuenta.
En este caso, sin embargo, exponen una evidencia: los maestros nacionalistas son los guardianes de las esencias étnicas y lingüísticas, el verdadero ejército de la construcción nacional de Cataluña. Si ya es difícil hacer cumplir ley y sentencias a los políticos nacionalistas, más aún será hacer entender a estos funcionarios de la construcción nacional que su labor es instruir en el conocimiento, no adoctrinar en el alma de la patria.
Razones tienen para estar tan seguros de sus maestros, pero esa misma seguridad nos desvela a los demás que su labor ha sido y es de adoctrinamiento. La oposición al ministro es mera disculpa para seguir haciéndolo sin impedimento alguno.
Ese lapsus linguae es idéntico al que sufrió ayer Duran i Lleida en el Congreso de los Diputados: En esta escuela catalana muchas veces la lengua mayoritaria en el patio sigue siendo, lamentablemente, el castellano…
Se les entiende todo: el problema no son los infundados ataques a la escuela catalana, sino que los niños sigan utilizando el castellano.
¿Qué broma es esta de que el anteproyecto de Wert es el peor ataque que ha recibido el catalán desde la dictadura de Franco, como dijera Duran i Lleida y corearan los medios nacionalistas? ¿Cómo puede ser un ataque a la enseñanza del catalán la pretensión de introducir la enseñanza en castellano en un sistema donde todo se da en catalán? Si es un ataque a la escuela catalana no dar todas las asignaturas en catalán, ¿cómo catalogar un sistema donde no se da ninguna en castellano desde hace treinta años?
Digan las cosas por su nombre: ustedes quieren expulsar al castellano de la vida social y antes necesitan expulsarlo de las aulas. Ustedes quieren arrancar de cuajo la inclinación sentimental de los niños hacia el idioma que traen de casa.
Son unos farsantes, mienten, nadie ataca al catalán y lo saben; y cuando ven que la ley les cerca y sus mentiras no son suficientes, montan el numerito de la insurrección en el Congreso de los Diputados y firman pactos en Barcelona contra la Constitución. Ahí demuestran su verdadera faceta totalitaria. Sólo respetan la ley cuando les conviene, como todo jodido fascista. Niños consentidos, tigres de papel, viven de la insurrección mediática y de envenenar los sentimientos de la gente. Puros farsantes.
¿Cómo puede perjudicar en nada a la enseñanza del castellano o el catalán un sistema donde ambas son lenguas docentes? ¿Qué mejor modelo para enseñar el respeto mutuo que aquel que lleve a la normalidad de las aulas lo que ha de respetarse fuera de ellas?
Lo más patético es que el ministro Wert ni siquiera pretende que se cumplan las sentencias judiciales que obligan a la Generalitat a introducir como lengua vehicular el castellano, junto al catalán, en la proporción que estimen las instituciones autonómicas; sólo garantizar el recurso a escuelas privadas a los padres que pidan la enseñanza en castellano. Ni siquiera cuestiona la inmersión, y se disculpa de que su anteproyecto no vaya contra ella. Una verdadera prevaricación por parte del ministro. El Tribunal Supremo, por sexta vez consecutiva, ha sentenciado que en las aulas ni catalán ni castellano pueden ser lenguas exclusivas ni excluyentes. La cobardía del ministro les otorga la hegemonía en el lenguaje, legitima la inmersión que el TC y el TS han declarado ilegal y obliga a las familias a pedir judicialmente un derecho fundamental que las instituciones deberían garantizarles sin pedirlo. Y encima le dan estopa. Merecido se lo tiene por manso.
No servirá de nada su tibieza, ni aplacará la ira nacionalista su cobardía. El nacionalismo no es razonable ni busca el consenso, sólo la consecución de sus fines. Y el ministro sin enterarse. Con lo que ha llovido…

Laicismo lingüístico artículo de Fernando Savater




Laicismo lingüístico

EL CORREO 15/12/12
FERNANDO SAVATER
Siempre me ha costado comprender la tendencia de algunos periodistas e intelectuales a derogar en bloque las propuestas de un líder político que les desagrada, aunque alguna de ellas tenga buenas razones a favor. Así ocurrió frecuentemente durante el Gobierno de Zapatero. Como detestaban su postura frente a ETA y los nacionalismos o su persistente ignorancia de la crisis económica, rechazaban con igual inquina cualquiera de sus medidas, por ejemplo la Educación para la Ciudadanía, de modo que pude ver a conocidos perfectamente ateos manifestándose junto a los obispos contra esa asignatura tan razonable… para fastidiar al aborrecido presidente. Ahora pasa algo parecido, aunque de signo político opuesto, con las iniciativas que defiende con mayor desparpajo retórico que mesura el ministro Wert. Como gran parte de sus propuestas de reforma educativa apuntan evidentemente a privilegiar la educación concertada, los centros que abogan por separar los sexos en las aulas y los intereses eclesiásticos en las materias de estudio (suprimiendo por ejemplo la maltraída y peor llevada Educación para la Ciudadanía), quienes disienten de tales medidas rechazan también todas las demás, incluida la protección del castellano como lengua vehicular allá donde actualmente no es respetada. Todo va junto y revuelto, como en el tango ‘Cambalache’ de Santos Discépolo…
Sin embargo, a diferencia de otras disposiciones propuestas, garantizar también el uso del castellano como lengua vehicular de la enseñanza junto a las otras oficiales en las autonomías es algo perfectamente adecuado y que viene a cumplir –¡por fin!– reiteradas sentencias tanto del Tribunal Supremo como del Constitucional. Y por supuesto no se trata en modo alguno (¡vergüenza les debería dar decirlo a quienes sostienen lo contrario!) de una medida propia de ultraderechistas: a no ser que ahora resulte que proteger los derechos de quienes los ven conculcados y cumplir las decisiones judiciales sea definitorio de la ultraderecha… Por el contrario, más ajustado a la verdad sería decir que el precursor de la inmersión lingüística fue Franco, quien impuso el castellano en exclusividad y desterró a todas las demás lenguas españolas del sistema educativo en nombre de la cohesión del país y para no dividir a la comunidad, es decir lo mismo que hoy se argumenta en Cataluña. Lo que ha propuesto el ministro Wert de una manera vacilante y timorata (tras muchas protestas de que no va contra la inmersión lingüística, que es precisamente lo que debería hacer) no supone más que un paso en la buena dirección, para remediar algo perfectamente insólito en la Unión Europea: que haya un país donde resulte prácticamente imposible estudiar en la lengua mayoritaria y oficial en zonas importantes del territorio nacional.
En Cataluña los nacionalistas se han acostumbrado a asegurar cosas catastróficas e inverosímiles respecto a su relación con el Gobierno de España: por lo visto, a pesar del tamaño de los embustes no les va mal del todo así. De modo que tras denunciar el expolio económico a que les somete el Estado, ahora toca proclamar que la lengua catalana padece el más atroz ataque que han visto los siglos. De inmediato, nacionalistas de otras latitudes se han solidarizado con las víctimas de tan injusto acoso. No deja de ser revelador respecto a los orígenes clericales de la ideología nacionalista las similitudes de estas protestas con las tradicionales de la Iglesia católica contra el laicismo. En cuanto la doctrina católica pierde la exclusiva de sus privilegios y debe verse en el mismo plano que otras creencias o que la ausencia de ellas, considera que está sometida a una terrible persecución. Sus eminencias siempre consideran que es de justicia gozar de un trato de favor y que carecer de él es una ofensa y una agresión. De igual modo, los nacionalistas de ayer y de hoy se dan por atacados no cuando a su lengua se le quita algo sino cuando se concede lo mismo a otra, que para colmo es la que se habla en todo el país y por tanto les vincula con él. El único derecho de que se les priva es el de prohibir pero eso ya les parece una herejía intolerable…
Los nacionalistas creen que son las lenguas mismas las que tienen derechos, no sus hablantes. Por tanto, les encanta repetir como un argumento incontrovertible que al final de la enseñanza obligatoria los alumnos, aunque no hayan estudiado en castellano, acabarán manejando esa lengua omnipresente con tanta competencia como los educados en ella. No es seguro que sea así, pero concedámoslo: por muy independiente que sea Irlanda, el gaélico nunca hará ininteligible el inglés para los irlandeses. Lo que se debate sin embargo no es eso, sino el derecho de quienes estudian en Cataluña, el País Vasco o cualquier otra región de España a educarse en castellano, la lengua común, si así lo desean: no se cuestiona su conocimiento de ese idioma al final de los estudios, sino que se defiende su derecho a adquirir conocimientos por medio de él. Es una forma de laicismo lingüístico, que como otros laicismos choca con los intransigentes que no se conforman con gozar de un derecho sino que pretenden convertirlo en deber para todos los demás.

martes, 4 de diciembre de 2012

Melchor Rodriguez santo ateo


Le llamaban el 'ángel rojo'

JOSÉ LUIS BARBERÍA 



Melchor Rodríguez recita un poema a la bandera republicana en un acto celebrado en Madrid en el otoño de 1938.
1936-1939, 1940, 1941... España contra España, despiadadamente. En el tiempo en el que se desataron aquí todas las furias y el odio se instaló en las conciencias colectivas, hubo también valientes de moral íntegra, gentes de una pieza que enfrentándose incluso a sus propios correligionarios intentaron impedir la degollina. El anarquista Melchor Rodríguez García -Triana (Sevilla), 1893-Madrid, 1972-, militante de la CNT y de la FAI, delegado de Prisiones de la República, es de los que cuando la sangre llamaba a la sangre se jugaron la vida por impedir el asesinato de sus enemigos políticos.

Retrato de Melchor Rodríguez realizado en 1964 por el fotógrafo Alfonso, ocho años antes de su fallecimiento. / ALFONSO
La cita es en el Centro para Mayores de Leganés (Madrid). A Ricardo Horcajada, de 81 años, le cabe el raro honor de haber desplegado una bandera anarquista ante los ojos de algunos de los jerarcas del régimen de Franco y no haber sido detenido. "Con el miedo en el cuerpo", como dice él, extendió la enseña rojinegra sobre el féretro de Melchor Rodríguez el 14 de febrero de 1972 en el cementerio de San Justo de Madrid. Fue un entierro multitudinario y tan extravagante que, en plena dictadura, reunió a anarquistas y franquistas en un mismo duelo. "No hubo incidentes. Mi padre rezó, incluso, un padrenuestro por el alma de Melchor sin que nadie le hiciera un mal gesto", apunta Javier Martín, hijo de Javier Martín Artajo, antiguo parlamentario de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) en la República y más tarde diputado por designación del dictador en las Cortes franquistas. De acuerdo con ese testimonio, Javier Martín Artajo vistió durante el entierro una corbata con los colores anarquistas en justa correspondencia con el gesto de besar la cruz que Melchor Rodríguez había realizado en su lecho de muerte. "Vale, ya que te empeñas, yo beso ese trozo de madera, pero tú te comprometes a ponerte una corbata anarquista". Así quedó sellado el trato.

"Si he actuado con humanidad no ha sido por cristiano, sino por libertario", aclaraba Melchor Rodríguez

Con el respaldo del ministro de Justicia, también anarquista, detuvo los traslados de presos a Paracuellos.
Ricardo Horcajada sostiene que la actuación del delegado de Prisiones de la República frente a la muchedumbre que el 8 de diciembre de 1936 pretendió asaltar la cárcel de Alcalá de Henares fue un hecho extraordinario porque pocas veces en la historia se ha logrado contener con la palabra a una turba herida cegada por el dolor y el odio y lanzada a vengar la muerte de sus hijos. "Hay que tener en cuenta", subraya, "que unos días antes otra multitud había pasado por las armas a 319 de los 320 presos en la cárcel de Guadalajara". Le pregunto qué discurso es capaz de detener a una masa iracunda y armada, y me dice que su amigo tenía carisma y un talento natural para la oratoria.
El archivo de la familia de Javier Martín Artajo, hermano del que fuera ministro de Exteriores en el franquismo Alberto Martín, guarda un escrito con el que el propio Melchor Rodríguez describió con detalle ese episodio. "La muchedumbre, aterrorizada por los incendios provocados y las víctimas causadas por la aviación rebelde, se amotinó rabiosa y, juntándose con las milicias y hasta con la propia guardia militar que custodiaba la prisión, se dispusieron a repetir el hecho brutal realizado cinco días antes en la cárcel de Guadalajara". Según su relato, fueron más de siete horas de enfrentamiento dialéctico, insultos, amenazas y forcejeos contra una muchedumbre enfurecida que tras penetrar en la prisión pretendía rebasar el rastrillo de acceso a las galerías de los presos. "¡Qué momentos más terribles aquellos! (...) Qué batalla más larga tuve que librar hasta lograr sacar al exterior a todos los asaltantes haciéndoles desistir de sus feroces propósitos. Y todo ello ante el tembloroso espanto de mi escolta, que, aterrados y sin saber qué hacer, se limitaron a presenciar aquel drama".
Salió físicamente indemne de la prueba, aunque con algún desgarro en la camisa y un gran costurón en su hasta entonces rendida confianza en el comportamiento de las masas. Entre los 1.532 presos sospechosos de simpatizar con los facciosos que aquel 8 de diciembre de 1936 salvaron sus vidas había nombres y apellidos: Agustín Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Peña Boeuf, Luca de Tena, Boby Deglané, Serraño Suñer, el falangista Rafael Sánchez Mazas, Fernando Cuesta, el general Valentín Gallarza..., que más tarde aparecerían incrustados en los tuétanos del régimen franquista. La leyenda del "ángel rojo" y la maledicencia del "traidor Melchor" nacieron simultáneamente ese día, en Alcalá de Henares: la primera, del terror que rezumaban las celdas donde se agolpaban los detenidos, y la segunda, de la ira frustrada de los vengadores que clamaban contra el cielo, impotentes ante las bombas criminales de los aviadores alemanes e italianos.
Durante los cuatro meses -noviembre de 1936-marzo de 1937- en los que se mantuvo en el puesto, el delegado de Prisiones de la CNT se multiplicó tratando de parar las "sacas" (excarcelaciones previas a los fusilamientos) masivas, en un pulso continuo con la Junta de Defensa de Madrid, controlada por los comunistas José Cazorla y Santiago Carrillo. Salvó miles de vidas, luchando contra el reloj y el pésimo estado de las carreteras -"deprisa, deprisa, todavía podemos llegar a tiempo"-, para aparecer cuando el pelotón de fusilamiento estaba ya formado y los condenados esperaban la fatídica descarga. Con el respaldo del ministro de Justicia, también anarquista, Juan García Oliver, detuvo los traslados de presos a Paracuellos, el paraje de la sierra madrileña donde, siguiendo la consigna de "limpiar la retaguardia", sugerida por los asesores soviéticos, fueron abatidos miles de detenidos.
El libertario que no creía en las cárceles restituyó la autoridad de los directores y funcionarios de prisiones encargados de la custodia de los 11.000 presos políticos y reforzó el control en un momento en el que la celda era el mejor refugio contra el secuestro, el simulacro de juicio de los 10 minutos y el asesinato. En ese empeño, sacó a los milicianos de los recintos penitenciarios, ordenó que ningún preso pudiera ser excarcelado sin su permiso entre las seis de la mañana y las ocho de la noche, extendió avales y salvoconductos a gentes de derechas que podían ser denunciadas y ajusticiadas. Para cobijar a los perseguidos se incautó en Madrid del palacio del Marqués de Viana, una mansión que, terminada la guerra, fue devuelta a su propietario con sus enseres intactos. "No falta ni una cucharilla", admitió el marqués Teobaldo Saavedra. Se enfrentó también al pistolerismo anarquista de una parte de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), donde habían recalado aventureros y resentidos sociales de toda laya, además de delincuentes comunes que encontraron en esas siglas la cobertura ideal para sus fechorías. Melchor Rodríguez portó siempre una pistola al cinto, aunque, por lo visto, la llevaba descargada porque nunca echó mano de ella, ni siquiera en las situaciones más comprometidas.
"Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas", predicaba, ante la incomprensión de muchos de sus compañeros que creían saber, y no se equivocan, que también los franquistas eliminaban a los disidentes o sospechosos de disidentes. Melchor Rodríguez formó parte de una corriente ácrata, humanista, integrada en Los Libertos, grupo libertario celoso de sus principios que trató de poner coto a los desmanes.
"Con la cantidad de veces que estuvieron a punto de matarle, la verdad es que no me explico cómo pudo morir sin creer en Dios", comenta hoy su hija, Amapola Rodríguez. Ella sí cree en Dios y también en el anarquismo de su padre. "Antes de que estallara la guerra me llevó a ver la obra de teatro ¡Abajo la guerra! Le gustaba mucho la naturaleza. Me puso Amapola porque decía que es una flor rebelde que nace sola en el campo sin tener que sembrarla". Aunque a sus 87 años goza de una memoria excelente, la hija del anarquista se muestra remisa a abordar ese terrible pasado. Cede, finalmente, ante la insistencia del periodista, pero sólo para recitar, de corrido, una de las poesías escritas por su padre:
"Anarquía significa:
Belleza, amor, poesía,
Igualdad, fraternidad
Sentimiento, libertad
Cultura, arte, armonía
La razón, suprema guía,
La ciencia, excelsa verdad
Vida, nobleza, bondad
Satisfacción, alegría
Todo esto es anarquía
Y anarquía, humanidad".
A Amapola no le gustan la manera con que algunas voces hablan de la Guerra Civil ni tampoco el aire de enfrentamiento y revanchismo que percibe en el actual clima político. "No es partidaria de este proceso de recuperación de la memoria histórica; prefiere que las cosas se queden como están", apunta su hijo, Melchor Leal.
Como indica el escritor y cineasta Alfonso Domínguez, autor de una novela biográfica y de un guión de cine sobre Melchor Rodríguez que espera llevar a la imprenta y a la pantalla, la figura de este libertario cobra cuerpo y se agiganta con la perspectiva de los años, a medida que se profundiza en el estudio de la guerra y resurgen las sacas, los paseos, las checas (centros de detención y tortura) y los fusilamientos masivos, impíos, interminables, de los ya vencidos que no encontraron oposición en el clero franquista, ni siquiera una vez terminada la guerra.
Hijo de un maquinista del puerto de Sevilla y de una obrera de una fábrica de cigarros, Melchor Rodríguez dejó los estudios y se puso a trabajar a la muerte de su padre, cuando tenía sólo 10 años. Trabajó de calderero, de carrocero en la industria del automóvil y de ebanista, antes de tentar la suerte en las plazas de toros. Su carrera de novillero se frustró tras una cogida en Madrid y tuvo que volver a la industria del automóvil, donde su fama de chapista extremadamente fino discurría en paralelo con la de, a ojos de sus patrones, exagerado perfeccionismo. Fue encarcelado tantas veces por sus actividades anarquistas, más de una treintena, que cuando Amapola le echaba en falta y preguntaba por él, su madre acostumbraba a responderle: ¡Pues dónde va a estar, hija mía, en su casa, en la cárcel! En la cárcel asumió el compromiso personal de contribuir a que se respetaran los derechos de todos los presos, y allí y en la calle aprendió lo que la falta de escuela le había hurtado. "La lucha contra la ignorancia nunca es una batalla perdida". Lo decía con pleno conocimiento de causa.
En sus esfuerzos por asimilar la figura de Melchor Rodríguez, los franquistas que le debían la vida trataron siempre de explicar su comportamiento adjudicándole un soterrado "espíritu cristiano". Tuvo que aclararlo en más de una ocasión. "Si he actuado con humanidad, no ha sido por cristiano, sino por libertario". Y también protegerse de sus agradecidos benefactores franquistas a los que había salvado la vida. Rechazó un puesto en el sindicato vertical franquista y devolvió tachado e inutilizado el caritativo cheque de 25.000 pesetas que le habría ahorrado muchos agobios económicos.
Finalizada la guerra -a él le cupo protagonizar el traspaso simbólico de la capital española a los golpistas vencedores; "Amapola, he entregado Madrid", le dijo a su hija entre lágrimas-, fue condenado, primero a cadena perpetua; luego, a 20 años, y finalmente, a cinco, gracias a la intermediación del general Agustín Muñoz Grandes, pieza clave del Ejército y mano derecha de Franco durante años. Con el respaldo de dos millares de firmas que solicitaban clemencia para el reo, Muñoz Grandes hizo durante el consejo de guerra una encendida defensa del "ángel rojo" que explica la clemencia de la condena. A la salida de la prisión, él continuó desarrollando sus actividades políticas y fue nuevamente detenido y encarcelado por difundir propaganda política ilegal.
Siguió también ocupándose de los presos aprovechando el ascendente moral adquirido sobre las personalidades a las que había salvado la vida. Ricardo Horcajada lo conoció así. "Cuando detuvieron a mi padre, me dijeron que en la calle de la Libertad, una muy estrechita que está detrás de la Gran Vía madrileña, había una persona que podía ayudarme. Era Melchor. Pese a su apariencia pulcra y cuidada, vivía muy pobremente en un piso diminuto que compartía con un antiguo banderillero y su mujer". El anarquista de verbo fácil y vehemente que se malganaba la vida vendiendo seguros se había separado de su mujer. De los testimonios familiares se deduce que Melchor Rodríguez fue una persona respetuosa con las creencias religiosas de su mujer y sumamente cariñosa con su hija. Y también que el héroe anarquista estaba hecho de la misma pasta que el resto de los mortales: soberbio y vanidoso, irascible e intransigente en ocasiones, pero nunca codicioso ni interesado. Aborrecía el dinero como si fuera un invento satánico, aunque aceptaba el trueque y los regalos, una camisa, por ejemplo, siempre que se la entregaran con los puños cortados. Sostenía que mostrar los puños de la camisa por debajo de la chaqueta era "propio de burgueses".
Según Ricardo Horcajada, en la última etapa de su vida vivió de la suma de dos miserias: la que le correspondía de jubilación y la resultante de su pobre cartera de clientes en la compañía de seguros La Adriática, donde trabajó. Él cree saber de qué materia estaba hecho Melchor Rodríguez. "Yo no he conocido ningún santo, pero supongo que, si existen, deben ser como Melchor, seres inocentes que pueden alcanzar cierto estado de gracia, en este caso civil; gentes infantiles, sin malicia, aunque rebeldes, como lo son la mayoría de los niños". Piensa que su amigo fue siempre un inadaptado para la vida y los negocios, un idealista que descubrió en el anarquismo la utopía de los hombres justos y santos y quiso ser uno de ellos.
La figura del delegado de Prisiones de la República brilla con un fulgor propio ahora que historiadores, políticos y propagandistas se aplican a la exhumación del periodo de la guerra y la posguerra civil. Ejemplos como el suyo -no hay, que se sepa, un Melchor Rodríguez en el campo franquista- emergen de los barrancos y cunetas de nuestro pasado con una fuerza aleccionadora tan poderosa que debería bastar para impedir que el sectarismo meta sus manos sucias en la memoria histórica.


domingo, 25 de noviembre de 2012

"La tentación populista" Articulo de Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12


Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12

Parece ser una ley histórica del funcionamiento de las ideologías políticas que el vacío dejado por la democracia institucional –cuando fallan en la práctica las garantías de derechos y las promesas de prosperidad general– se vea inmediatamente lleno por la mermelada demagógica del populismo. Lo característico de la oferta populista es denunciar los procedimientos y garantías del sistema democrático como lo opuesto a la democracia, que sería una emanación directa, inmediata y sin trabas del Pueblo. En efecto, ya en sus comienzos griegos pero sobre todo desde su reinvención en la modernidad a partir de las revoluciones del siglo XVIII, la democracia –o sea el gobierno de los ciudadanos por los ciudadanos y para los ciudadanos– se ha caracterizado por establecer una serie de cautelas y barreras defensivas frente al Pueblo. O más bien frente a los que se autoproclaman portavoces inapelables del Pueblo, que se expresa por su boca sin atender a zarandajas legales. El Pueblo es precisamente lo contrario de la democracia, porque cuanto quiere, exige o reivindica –según sus espontáneos voceros, claro– es indiscutible e inapelable; mientras que lo propio de la democracia de los ciudadanos es que todo pueda y deba ser discutido –por eso la democracia es parlamentaria– y siempre quepa apelar a instancias de arbitraje, para lo cual se establece la división de poderes.

El nacionalismo es una ideología política que puede y en ocasiones sabe someterse a la disciplina democrática, pero que siempre guarda muy viva la tentación populista. Después de todo, su base es mucho más afectiva y sentimental que razonante. Si uno se proclama comunista o liberal, pongamos por caso, no puede coherentemente negarse a discutir sus principios, a argumentar a favor de las medidas que propone frente a otras diferentes o a discernir entre las diversas escuelas doctrinales que se enfrentan dentro de su tradición política. Hace falta manejar cierta bibliografía… Pero todo eso es superfluo para quien declara que se siente nacionalista: no hay nada que explicar ni razonar, nada que justificar porque es algo que hay que ser como mandan las tripas y quien no lo es se cae del Pueblo y se enfanga en la tiniebla enemiga. Se trata de una doctrina política muy barata, al alcance de cualquiera, por indigente mental que sea… y sobre todo si lo es.

El señor Artur Mas ha sido durante largo tiempo un nacionalista formal (quiero decir: democráticamente formal) hasta que últimamente parece haberse entregado de lleno a la tentación populista. Y como es clásico ha pasado inmediatamente a considerar prescindibles y opresoras las leyes del Estado en que vive (y mediante las cuales ha llegado al destacado cargo que ocupa) para vitorear una voluntad popular que podría expresarse al margen de ellas de modo plebiscitario, aunque sólo en Cataluña. Pese a que su propuesta independentista afecta por igual a todos los ciudadanos españoles y no únicamente a los empadronados en esa región autónoma, el referéndum de bordes imprecisos respecto a su fondo y a su momento que viene planteando sólo se dirigirá a los catalanes. Los catalanes pueden decidir si quieren seguir siendo españoles pero los españoles nada tienen que decir sobre si aún quieren ser catalanes. Sorprendente. Y también sorprende que el propio término de ‘independencia’ quede en segundo plano en tal consulta respecto a otras fórmulas como la de ‘un Estado propio en Europa’, que es algo que obviamente no depende de la voluntad de los catalanes, ni siquiera de la del resto de los españoles sino que debería contar con la aprobación de los socios de la Unión Europea. Aunque, claro, una vez arrolladas las leyes de España por la democracia directa popular, por qué detenerse ante la legislación de Europa…

Decía Paul Válery que «hay palabras que cantan más que hablan». Sin duda ‘independencia’ es una de ellas pero podríamos señalar que en este caso ‘canta’ no sólo en el sentido imaginado por el poeta francés (es decir que expresa una exaltación del ánimo más que un contenido político) sino también en el de nuestra lengua, cuando decimos que ‘canta mucho’ o que ‘da el cante’. O sea que con ella se enmascaran intereses poco elevados que no quieren reconocerse abiertamente. Por ejemplo, encubrir una mala gestión de los asuntos públicos que han llevado a Cataluña a un enorme déficit y a severos recortes para los que se quieren buscar culpables fuera de los gobernantes locales mismos, cuya responsabilidad es obvia. No cabe duda de que el populismo separatista, incluso cuando no hay ninguna prisa para ponerlo en práctica, es un útil entretenimiento para tapar errores y hasta fechorías, inflamando egoísmos colectivos y adormeciendo cerebros individuales. Pero sólo sirve a los intereses de la cúpula nacionalista que se aprovecha de él, mientras causa daños difíciles de reparar y dificulta la recuperación económica del país de la que depende la prosperidad de la mayoría de los catalanes como la del resto de españoles. Las flatulencias que inflan el globo del Pueblo serán costeadas a alto precio por las economías domésticas y la disensión política de los ciudadanos españoles, incluidos los catalanes: lo veremos, ojalá me equivoque, más pronto que tarde.

Fernando Savater, EL CORREO 24/11/12

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Pueblo, nación y democracia, de Javier Redondo



inión

Pueblo, nación y democracia, de Javier Redondo en El Mundo


Lo que el pueblo no sabe es que la nación lo protege. Lo que el pueblo ignora es que la nación lo perfecciona. En 1758 apareció el término nación en sentido moderno: «Cuerpo político, una sociedad de hombres unidos para procurarse el bienestar y la seguridad mediante el uso de la fuerza común». El impulso revolucionario en Inglaterra y Francia limitó el poder del rey y acabó con su arbitrariedad. Inmediatamente, la radicalización de las revoluciones impuso una nueva arbitrariedad, la de quienes se arrogaron la voluntad del pueblo. La moderación posterior limitó el poder institucional y contrató con los ciudadanos la dotación de normas para asegurar la supervivencia de la sociedad y de la nación.
Las normas de las que se dota el pueblo a través de sus representantes son la garantía de vigencia del Estado de Derecho. El imperio de la ley es el pilar que sostiene la democracia. Ni la participación ni la movilización popular son valores superiores en la escala democrática. Al contrario, el reclamo de la calle sin cauce ni filtro institucional, la voz de una muchedumbre por cuantiosa que pueda parecer a vista de pájaro, la bandería, la consigna o la proclama esconden una suerte de totalitarismo, anulación de la individualiad, inseguridad jurídica y aunque parezca lo contrario, elitismo. Sin ley no hay democracia ni igualdad. Sin ley, un pueblo ávido de poder tiene la posiblidad de aniquilar a otro, a una parte o incluso a sí mismo.
Supeditar el cumplimiento de la ley al voluntarismo presuntamente democrático otorga la potestad de juzgar a un ciudadano no por incumplir la ley sino por rebatir los principios que sostienen un régimen. Sólo porque una palabra -democracia- suene mejor que otra -ley- para un pueblo que, como diría el ilustrado Florez Estrada, «siempre será víctima de su ignorancia» al creer que la ley es un corsé más que una salvaguardia.
Antes de que a los padres fundadores de la Constitución americana la revolución se les fuera de las manos, se reunieron en un Congreso Continental y desde allí frenaron los excesos del pueblo, que había empezado a organizarse en comités de correspondencia -asambleas locales-, principlamente en Massachusetts y Filadelfia, las colonias más radicales de las 13. Había tantos comités como opiniones. Porque cuando algún colono disentía de la resolución de un comité, convocaba otro que cuestionaba la autoridad del anterior. Llegado el momento nadie sabía dónde residía la autoridad, de modo que los comités formaron milicias y falanges para intimidarse mutuamente y hacer prevalecer sus decisiones mediante la creación de tribunales, comités de inspección y reguladores. En Filadelfia, los comités de regulación de precios persiguieron para emplumar, en el mejor de los casos, a prestamistas y monopolistas. Cada comité legislaba sobre cualquier ámbito de la vida cotidiana: «Estas convenciones populares lo regulan todo: lo que debemos comer, beber, llevar, hablar y pensar», protestaba aterrorizado un leal a la Corona británica.
Entre un Congreso y otro, John Adams retornó a su hacienda de Nueva Inglaterra. Paseando a caballo se topó con un paisano que le felicitó por el trabajo del Primer Congreso: «Enhorabuena, señor, gracias a ustedes ya no seremos juzgados por tribunales británicos; de ahora en adelante el pueblo se juzgará a sí mismo, no habrá más tribunales que los constituidos por el pueblo». Adams se quedó blanco y mudo, cuando se rehizo espoleó al caballó y despavorido y al galope puso rumbo de nuevo a Filadelfia. En la reanudación del Congreso abogó por reforzar los poderes de la institución y limitar el del pueblo. Allí los congresistas certificaron la diferencia entre república (basada en la virtud, la ley, el equilibrio, la participación y la representación) y democracia (entonces era un término sinónimo de anarquía): lo que diferencia la república de la democracia es lo que va de la democracia al despotismo, aseguraron. O sea, la verdadera democracia se basa en la institucionalización del orden y de los procesos de toma de decisiones; no en las convulsiones populares que conducen al establecimiento de una nueva tiranía.
Años después, los padres fundadores concluyeron que sólo un cuerpo permanente (Congreso y Senado) podía controlar «la imprudencia democrática», esto es, la tentación de considerar la ley un mero obstáculo a sortear con el fin de dar gusto a cabecillas, caudillos locales, trileros, ingenisosos y tratantes de ocurrencias tan osados de ponerse al frente de la voluntad de un pueblo, concebido como un todo compacto y singular y, lo que es peor, como una grey de fieles y devotos. En Francia Robespierre instauró la fiesta del culto al ser supremo, que no era otro que él mismo.
Sabemos algo más de lo que ocurrió en Francia cuando a mitad de revolución los diputados de la Montaña actuaron en nombre del pueblo: advino el terror. Ser sospechoso era un delito en sí mismo. En conclusión. Cuando el pueblo y los usurpadores de su voluntad toman el poder, o bien someten a los individuos a un riguroso control, o reina la anarquía. Son dos formas de anomia. Por exceso y por defecto quiebra la seguridad jurídica y la igualdad. La confusión deriva en una contradicción: el pueblo puede anular la condición de ciudadano.
A pesar de sus excesos y al finalizar el terror, la Revolución Francesa -tras la inglesa y americana- nos deparó la idea contemporánea de nación: conjunto de ciudadanos libres e iguales en derechos que acuerda voluntariamente dotarse de instituciones, leyes y gobierno para perpetuar su unidad y preservar precisamente su libertad e igualdad. Pueblo y nación no serían ya sinónimos. La soberanía popular es ilimitada y fragmentable; la nacional, contenida por los derechos naturales, inclusiva y regulada por poderes sujetos a control.
A mitad del siglo XIX, la noción de pueblo resurgió con fuerza en dos sentidos opuestos: el nacionalismo apelaba al pueblo como dueño de su destino y lo identificaba con una lengua, etnia o cualquier cualidad distintiva y a la vez homogeneizadora; el socialismo identificaba al pueblo con una clase social -por cierto, al hilo de esto, qué hacen los sindicatos reclamando el derecho a decidir sino extraviarse otra vez en mitad del naufragio-. Ambas ideologías combaten la idea de libertad de modo similar: le arrebatan a los individuos la voluntad para entregársela al pueblo; los individuos no tienen destino, sólo los pueblos; los derechos de los individuos se supeditan a los de los pueblos, convertidos, en un ejercicio de suplantación, en sujetos de derecho.
El primer tercio del siglo XX se dio una nueva vuelta de tuerca: los partidos próximos a estas ideologías se transformaron en movimientos que representan las demandas, los anhelos, la tradición y las frustraciones del pueblo. Una crítica al partido o a su líder es una agresión contra el pueblo; los líderes identifican e interpretan con clarividencia la voluntad del pueblo y se ponen al frente de la empresa de liberar a sus pueblos de la opresión. Para lograr tal cosa, antes ha surgido un tipo de hombre que, como señala Ortega, no quiere dar razones, ni siquiera tener razón, simplemente se muestra dispuesto a imponer sus opiniones. Es el hombre masa que cree en la acción directa, esto es, en la barbarie, en el linchamiento del adversario.
Porque en definitiva, sin duda, así es más fácil: sin normas no hay interposición entre el propósito y su consecución; además, el hermetismo intelectual esconde las trampas del tahúr: no se trata de tener miedo a la democracia, si lo analizamos con detenimiento es justo al revés, cuantitativa y cualitativamente; ni de temer que un pueblo se pronuncie. Pero los enemigos de la libertad prefieren emplear el término pueblo en lugar de sociedad, porque la sociedad es el todo heterogéneo, diverso, plural y dinámico; y el pueblo es una parte, y si apuramos, sólo una parte de una parte o incluso la élite de esa parte. He aquí la emboscada, el truco y la maquinación orquestada detrás del eslogan «la voluntad de un pueblo».
Javier Redondo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Reflexión sobre el federalismo


Federalismo irreflexivo

J.M. Ruiz Soroa, EL CORREO 04/11/12
Basta escuchar a los socialistas para darse cuenta de hasta qué punto la propuesta federal del PSOE es un mero recurso argumentativo para salir del paso en que les ha colocado el independentismo catalán, porque en realidad ni siquiera saben muy bien en qué consiste un sistema federal de gobierno. Resulta que han adoptado la palabra antes de haber pensado el concepto. Y así les va.
¿No me creen? Pues verán: hace unos días explicó el secretario general del PSOE su idea de lo que era la ‘asimetría federal’ que propone para España diciendo que el mejor ejemplo de federalismo asimétrico era el de Estados Unidos dado que en él unos Estados tenían establecida la pena de muerte y otros no: eso es la asimetría, dijo. Eso es pura ignorancia, habría en realidad que decir, puesto que el ejemplo elegido es precisamente el de un federalismo perfectamente simétrico, todo lo contrario de lo que con singular desparpajo afirma nuestro reciente converso. Todos los Estados de la federación poseen en EE UU la misma competencia para regular si aplican o no la pena de muerte, y en eso radica la igualdad simétrica de los miembros de una federación. Lo que luego haga cada Estado con esa su competencia no tiene nada que ver con la simetría o asimetría de su posición inicial sino con el desarrollo del autogobierno.
La asimetría federal consistiría en que el sistema atribuya un estatus jurídico distinto a unos miembros que a otros, es decir, distinto grado de poderes, de competencias, de nivel de autogobierno o de relaciones con la federación. Y, por ello, lo que el PSOE tendría que explicar con mínima precisión es en qué van a consistir esas diferencias de estatus en el federalismo «asimétrico» que propone. Qué es eso que unas regiones o estados van a poseer mientras que otros no van a ostentar. Y si no es capaz de concretarlo (que no lo es), más vale que se calle y no enrede con simetrías y asimetrías.
Porque sucede que, en realidad, España es ya hoy un sistema federativo en el que, curiosamente, se produce un grado de asimetría tan elevado que no tiene parangón en el ámbito de los sistemas federales comparados. Por poner un ejemplo, no existe en el mundo un sistema federal que contenga una asimetría tan extremosa como la que posee la Comunidad Autónoma Vasca por respecto al resto de comunidades autónomas. Lo que significa, entre otras cosas, que si se implantase de verdad un sistema federal en España, una de sus inevitables consecuencias sería la de disminuir (no aumentar) el estatus diferencial privilegiado de que goza hoy el País Vasco. Por eso, entre otras cosas, el nacionalismo y el vasquismo son enemigos del federalismo.
Por otro lado, y precisamente por el elevado grado de asimetría política real que existe en el sistema español es por lo que es impracticable en la realidad la implantación de un Senado federal. De nuevo, éste es un punto en el que los socialistas se llenan la boca cantando las excelencias de un hipotético Senado verdaderamente federal en el que estuviesen representados los pueblos de cada nacionalidad o región y en el que se establecerían unas maravillosas relaciones de cooperación e integración de voluntades, decía Ramón Jaúregui. En realidad, de nuevo, los socialistas no han pensado lo que dicen: la asimetría política efectiva que existe en dos de las comunidades, la vasca y la catalana, hace imposible un tal Senado porque –sencillamente– en ese Senado las fuerzas políticas nacionalistas estarían siempre en minoría ante los dos partidos españoles, luego nunca lo aceptarán ni funcionará. Guste más o menos, la asimetría española conlleva inevitablemente que Euskadi y Cataluña se relacionen con el Gobierno central de manera bilateral, como los treinta años de rodaje del sistema han demostrado hasta la saciedad. Así que más vale dejar de predicar lo imposible: un Senado federal sólo es practicable en un sistema que posea una simetría básica entre el panel de fuerzas políticas internas de todas las regiones, y es impracticable en uno en el que existan unas pocas regiones en las que un nacionalismo exclusivista sea una fuerza política dominante.
Y, para completar el espectáculo de la improvisación, llega el líder socialista catalán Pere Navarro y describe como propuesta de futuro para Cataluña y España un ‘federalismo dual’, en el que las esferas de competencias del Gobierno federal y de los estados federados estén rígidamente marcadas y separadas. Cada Gobierno a lo suyo sin interferirse en lo del otro, dice. Es decir, exactamente el modelo federal decimonónico de Estados Unidos que fue arrumbado y abandonado ya desde la época de Roosevelt por ineficiente e inadecuado para conseguir lo que exige una moderna sociedad del bienestar. El primitivo federalismo dual fue substituido por un ‘federalismo cooperativo’ en el que todos los gobiernos, con independencia de su nivel, deben coordinarse para poder conseguir el resultado buscado: el ‘welfare state’. Y, para ello, hay que olvidarse de esferas separadas y de ámbitos de competencias rígidamente definidos y caminar, por el contrario, hacia la cooperación intergubernamental.
Miren los socialistas a EE UU o a Alemania y vean cómo es el federalismo de hoy, en lugar de mirar al pasado de esos sistemas. O miren a Europa y piensen por qué todos los federalistas –incluidos muchos de ellos– reclamamos mayor coordinación e integración de las políticas nacionales como único camino para salvar a ese valioso sistema de convivencia. Y, después de mirar todo eso, por favor, piensen un poco en lo que proponen para España. Porque es difícil de entender que lo que proponen sea precisamente todo lo contrario de lo que ven tan necesario en los demás ámbitos de su propia experiencia.
J.M. Ruiz Soroa, EL CORREO 04/11/12

martes, 23 de octubre de 2012

Los zombis de la izquierda, de Fernando García Selgas

Los zombis de la izquierda, de Fernando García Selgas en El País


LA CUARTA PÁGINA

Estos partidos siguen presos de uno de sus más recurrentes ‘muertos vivientes’: el victimismo, que alienta una inocencia imposible y sirve de excusa para evitar asumir las distintas responsabilidades

En medio de esta crisis, que nunca fue exclusivamente financiera y cuyo punto más bajo todavía no se atisba, y cuando la ciudadanía parece reclamar una cultura política de diálogo y pacto (ver EL PAÍS del 14 de octubre de 2012, página 20), encontramos unos partidos de derechas instalados en diversos gobiernos nacionales o autonómicos que siguen obsesionados con mantenerse en un poder que consideran natural y exclusivamente suyo, aunque sea a costa de maquillar la realidad mediante la manipulación mediática, la ingeniería contable de los presupuestos o el tocomocho de un independentismo que pasaba por allí. A ellos, a la desvergonzada actuación de la banca, a la desastrosa utilización que muchos políticos han hecho de las cajas de ahorros o al pacato comportamiento que está teniendo la Comisión Europea hay que pedirles cuentas, y pedírselas uno a uno. Pero también hay que pedírselas a los partidos y colectivos de izquierda que están actuando como si estuvieran atenazados por una combinación de distintos zombis, auténticos muertos vivientes que no son una extensión de los que con tanto éxito han poblado últimamente nuestras pantallas sino de viejos errores que vuelven como fantasmas, constituyendo trampas mortales para quienes debieran estar vivos. Esto es lo que pretende este artículo al señalar, no sin cierta autocrítica, a algunos de esos zombis “de izquierdas”.
Por ejemplo, hay algunas plataformas de trabajadores en ciertas instituciones públicas de enseñanza, como las universidades públicas madrileñas, que utilizan como una de sus armas para combatir los recortes en la educación pública lo que denominan “insumisión o desobediencia civil”, que consiste en dejar de cumplir sus funciones o trasladarlas a algún sitio que las haga inútiles, lo cual no sirve más que para deteriorar más aún estos servicios públicos. Es como si resucitaran los luditas de comienzos del siglo XIX que saboteaban las máquinas de la empresa. Por ello se puede hablar de un comportamiento zombi que, con apariencia de ejercer una resistencia y servir como antídoto contra el sentimiento de impotencia, tiene efectos contrarios a los que se dice buscar: está más muerto que vivo. Por supuesto hay que defender la educación, la sanidad y otros servicios públicos, pero hay que hacerlo de un modo más constructivo, realista y comprometido, quizá conjugando la protesta pública con la voluntad decidida de señalar qué cosas se pueden mejorar y cómo hacerlo, qué gastos son superfluos o prescindibles, qué ventanas a la corrupción siguen abiertas, etcétera.
Un caso más general lo encontramos en el hecho de que muchos colectivos y sindicatos de izquierda vienen envolviendo el descontento generalizado de trabajadores y pensionistas no en reivindicaciones concretas y posibles, sino en la petición de un referéndum sobre los recortes decididos por los distintos Gobiernos. Todas las marchas y manifestaciones bajo la bandera de ese referéndum hacen eco de aquellas multitudinarias marchas y manifestaciones de la izquierda en los años ochenta que exigían un referéndum sobre nuestra adhesión a la OTAN. Un referéndum que, además de dividir a la izquierda y generar una enorme frustración en buena parte de ella, no sirvió más que como distracción mientras, sin prácticamente crítica o reflexión alguna, todos aplaudían nuestra entrada en la Unión Europea, que era lo que, para bien y para mal, iba a suponer un cambio en nuestras vidas. ¿Para qué vale ahora ese referéndum sobre los recortes? ¿Qué cambiaría si se gana o si se pierde? Es otro muerto viviente que nos está impidiendo reaccionar de una manera que sea más adecuada a las condiciones económicas y políticas en que hoy nos encontramos y sea, así, más eficaz. Tampoco parece que se ganara mucho si lo que se exigiera fueran elecciones anticipadas ya que, aunque ello sería más consecuente con el hecho de que un partido político que conocía perfectamente la situación ha ganado las elecciones con un programa que incumple sistemáticamente, lo único que iba a producir es que el poder volviera a los mismos que no solo fueron ciegos a la burbuja inmobiliaria y a la debacle bancaria que debían haber controlado, sino que contribuyeron a ellas con algunos derroches y, sobre todo, con su aliento a la cultura de “toma el dinero y corre”. Si algo hay que exigir a estos partidos políticos, cuya burocratización, financiación e infiltración por los entresijos del Estado deberían ser seriamente revisadas (como muy bien argumentó José Antonio Gómez Yáñez en la Cuarta de EL PAÍS, 13 de julio de 2012), es que de una vez por todas dejen de lado sus propios intereses y se sienten en un Gobierno de concentración que los implique conjuntamente en la tarea de solucionar esta crisis sin guiarse por las opciones ideológicas o los intereses de partido y sin reproducir ninguna de las prácticas que nos han hundido en la crisis económica, social y ecológica que nos ahoga. Hay que exigirles que se corresponsabilicen del pasado, del presente y del futuro.
Pero cómo puede pedir esto una izquierda que sigue presa de uno de sus más recurrentes zombis: el victimismo. Reproducir el viejo discurso de los parias de la tierra como si fuéramos aquellos a los que el capital, el sistema, el Estado, etcétera, aliena y oprime es un insulto para quienes realmente son parias y un modo de exonerarnos de nuestras responsabilidades individuales y colectivas tanto en su explotación cuanto en el hecho de que el 70% de la deuda de este país es privada o en el mantenimiento de una idea del Estado benefactor al que, sin embargo, es perfectamente lícito hurtarle el pago de impuestos como el IVA, etcétera. El victimismo es posiblemente el peor zombi que acosa a nuestra izquierda pues, alentando una inocencia que es hoy imposible, sirve de excusa perfecta para evitar asumir las distintas responsabilidades que todos tenemos en la situación en la que nos encontramos, para permitir que partidos y grupos que juegan a ese victimismo sigan practicando el griterío vacío, cuando no cínico e interesado, y para dejar las puertas abiertas a las tendencias populistas más peligrosas. En lugar de ello, y como modo de ahuyentarlo, sería mejor aprender del acierto que han tenido algunos movimientos sociales recientes como ecologistas o el 15-M al señalar que el cambio que necesitamos es en gran medida cultural, requiere profundizar en la democratización y transparencia de nuestras instituciones (incluyendo los partidos y otras organizaciones), exige no olvidar que la crisis es también medioambiental y necesita que todos nosotros seamos activos y corresponsables. Aunque ahora, alertados de la presencia del zombi del victimismo, no debemos caer en el espejismo de una inocencia que lleva a esos mismos movimientos a quedarse fuera de las instituciones y de los procesos de toma de decisión al ser incapaces de asumir los tragos amargos que conlleva el cambio de rumbo que necesitamos para que este país no sea ni un milagro (económico) ni una pesadilla (sociopolítica).
Parece inevitable que el descontento popular crezca, mientras las derechas gobernantes continúan aferradas a un poder oscurantista y autoritario, que es uno de sus peores zombis. Así que las distintas izquierdas no deberían añadir más leña al fuego manteniendo comportamientos, banderas o propuestas que están más muertas que vivas y conducen a enfrentamientos o divisiones estériles. Más vale que, sin dejar de defender un mínimo Estado de bienestar, asuman la bandera de la (co-)responsabilidad, que lleva a que todos, del más humilde al más poderoso, arrimen el hombro en la medida de sus posibilidades; bandera que en otro tiempo y lugar lo fue de unas derechas más civilizadas y socialmente comprometidas y que aquí permitió ese compromiso colectivo que fueron los Pactos de la Moncloa. De este modo incluso podríamos soñar con que esta profunda crisis terminara contribuyendo a poner fin a la maldición machadiana de dos Españas que nos hielan el corazón.

Fernando García Selgas es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. 

LA CUARTA PÁGINA

Estos partidos siguen presos de uno de sus más recurrentes ‘muertos vivientes’: el victimismo, que alienta una inocencia imposible y sirve de excusa para evitar asumir las distintas responsabilidades

En medio de esta crisis, que nunca fue exclusivamente financiera y cuyo punto más bajo todavía no se atisba, y cuando la ciudadanía parece reclamar una cultura política de diálogo y pacto (ver EL PAÍS del 14 de octubre de 2012, página 20), encontramos unos partidos de derechas instalados en diversos gobiernos nacionales o autonómicos que siguen obsesionados con mantenerse en un poder que consideran natural y exclusivamente suyo, aunque sea a costa de maquillar la realidad mediante la manipulación mediática, la ingeniería contable de los presupuestos o el tocomocho de un independentismo que pasaba por allí. A ellos, a la desvergonzada actuación de la banca, a la desastrosa utilización que muchos políticos han hecho de las cajas de ahorros o al pacato comportamiento que está teniendo la Comisión Europea hay que pedirles cuentas, y pedírselas uno a uno. Pero también hay que pedírselas a los partidos y colectivos de izquierda que están actuando como si estuvieran atenazados por una combinación de distintos zombis, auténticos muertos vivientes que no son una extensión de los que con tanto éxito han poblado últimamente nuestras pantallas sino de viejos errores que vuelven como fantasmas, constituyendo trampas mortales para quienes debieran estar vivos. Esto es lo que pretende este artículo al señalar, no sin cierta autocrítica, a algunos de esos zombis “de izquierdas”.
Por ejemplo, hay algunas plataformas de trabajadores en ciertas instituciones públicas de enseñanza, como las universidades públicas madrileñas, que utilizan como una de sus armas para combatir los recortes en la educación pública lo que denominan “insumisión o desobediencia civil”, que consiste en dejar de cumplir sus funciones o trasladarlas a algún sitio que las haga inútiles, lo cual no sirve más que para deteriorar más aún estos servicios públicos. Es como si resucitaran los luditas de comienzos del siglo XIX que saboteaban las máquinas de la empresa. Por ello se puede hablar de un comportamiento zombi que, con apariencia de ejercer una resistencia y servir como antídoto contra el sentimiento de impotencia, tiene efectos contrarios a los que se dice buscar: está más muerto que vivo. Por supuesto hay que defender la educación, la sanidad y otros servicios públicos, pero hay que hacerlo de un modo más constructivo, realista y comprometido, quizá conjugando la protesta pública con la voluntad decidida de señalar qué cosas se pueden mejorar y cómo hacerlo, qué gastos son superfluos o prescindibles, qué ventanas a la corrupción siguen abiertas, etcétera.
Un caso más general lo encontramos en el hecho de que muchos colectivos y sindicatos de izquierda vienen envolviendo el descontento generalizado de trabajadores y pensionistas no en reivindicaciones concretas y posibles, sino en la petición de un referéndum sobre los recortes decididos por los distintos Gobiernos. Todas las marchas y manifestaciones bajo la bandera de ese referéndum hacen eco de aquellas multitudinarias marchas y manifestaciones de la izquierda en los años ochenta que exigían un referéndum sobre nuestra adhesión a la OTAN. Un referéndum que, además de dividir a la izquierda y generar una enorme frustración en buena parte de ella, no sirvió más que como distracción mientras, sin prácticamente crítica o reflexión alguna, todos aplaudían nuestra entrada en la Unión Europea, que era lo que, para bien y para mal, iba a suponer un cambio en nuestras vidas. ¿Para qué vale ahora ese referéndum sobre los recortes? ¿Qué cambiaría si se gana o si se pierde? Es otro muerto viviente que nos está impidiendo reaccionar de una manera que sea más adecuada a las condiciones económicas y políticas en que hoy nos encontramos y sea, así, más eficaz. Tampoco parece que se ganara mucho si lo que se exigiera fueran elecciones anticipadas ya que, aunque ello sería más consecuente con el hecho de que un partido político que conocía perfectamente la situación ha ganado las elecciones con un programa que incumple sistemáticamente, lo único que iba a producir es que el poder volviera a los mismos que no solo fueron ciegos a la burbuja inmobiliaria y a la debacle bancaria que debían haber controlado, sino que contribuyeron a ellas con algunos derroches y, sobre todo, con su aliento a la cultura de “toma el dinero y corre”. Si algo hay que exigir a estos partidos políticos, cuya burocratización, financiación e infiltración por los entresijos del Estado deberían ser seriamente revisadas (como muy bien argumentó José Antonio Gómez Yáñez en la Cuarta de EL PAÍS, 13 de julio de 2012), es que de una vez por todas dejen de lado sus propios intereses y se sienten en un Gobierno de concentración que los implique conjuntamente en la tarea de solucionar esta crisis sin guiarse por las opciones ideológicas o los intereses de partido y sin reproducir ninguna de las prácticas que nos han hundido en la crisis económica, social y ecológica que nos ahoga. Hay que exigirles que se corresponsabilicen del pasado, del presente y del futuro.
Pero cómo puede pedir esto una izquierda que sigue presa de uno de sus más recurrentes zombis: el victimismo. Reproducir el viejo discurso de los parias de la tierra como si fuéramos aquellos a los que el capital, el sistema, el Estado, etcétera, aliena y oprime es un insulto para quienes realmente son parias y un modo de exonerarnos de nuestras responsabilidades individuales y colectivas tanto en su explotación cuanto en el hecho de que el 70% de la deuda de este país es privada o en el mantenimiento de una idea del Estado benefactor al que, sin embargo, es perfectamente lícito hurtarle el pago de impuestos como el IVA, etcétera. El victimismo es posiblemente el peor zombi que acosa a nuestra izquierda pues, alentando una inocencia que es hoy imposible, sirve de excusa perfecta para evitar asumir las distintas responsabilidades que todos tenemos en la situación en la que nos encontramos, para permitir que partidos y grupos que juegan a ese victimismo sigan practicando el griterío vacío, cuando no cínico e interesado, y para dejar las puertas abiertas a las tendencias populistas más peligrosas. En lugar de ello, y como modo de ahuyentarlo, sería mejor aprender del acierto que han tenido algunos movimientos sociales recientes como ecologistas o el 15-M al señalar que el cambio que necesitamos es en gran medida cultural, requiere profundizar en la democratización y transparencia de nuestras instituciones (incluyendo los partidos y otras organizaciones), exige no olvidar que la crisis es también medioambiental y necesita que todos nosotros seamos activos y corresponsables. Aunque ahora, alertados de la presencia del zombi del victimismo, no debemos caer en el espejismo de una inocencia que lleva a esos mismos movimientos a quedarse fuera de las instituciones y de los procesos de toma de decisión al ser incapaces de asumir los tragos amargos que conlleva el cambio de rumbo que necesitamos para que este país no sea ni un milagro (económico) ni una pesadilla (sociopolítica).
Parece inevitable que el descontento popular crezca, mientras las derechas gobernantes continúan aferradas a un poder oscurantista y autoritario, que es uno de sus peores zombis. Así que las distintas izquierdas no deberían añadir más leña al fuego manteniendo comportamientos, banderas o propuestas que están más muertas que vivas y conducen a enfrentamientos o divisiones estériles. Más vale que, sin dejar de defender un mínimo Estado de bienestar, asuman la bandera de la (co-)responsabilidad, que lleva a que todos, del más humilde al más poderoso, arrimen el hombro en la medida de sus posibilidades; bandera que en otro tiempo y lugar lo fue de unas derechas más civilizadas y socialmente comprometidas y que aquí permitió ese compromiso colectivo que fueron los Pactos de la Moncloa. De este modo incluso podríamos soñar con que esta profunda crisis terminara contribuyendo a poner fin a la maldición machadiana de dos Españas que nos hielan el corazón.
Fernando García Selgas es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

El barco se hunde


martes, 16 de octubre de 2012

Franquistas sí, pero todos


Franquistas sí, pero todos

J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 13/10/12
Persiguen homogeneizar culturalmente sus poblaciones y para ello no vacilan en intervenir sobre las neuronas de sus niños
La algarabía que han levantado las palabras del ministro Wert cuando ha revelado que su proyecto escolar sería el de «españolizar a los niños catalanes» es de esas que mueve a risa y vergüenza ajena. Porque esos son los sentimientos que provocan los nacionalistas de toda condición, o los socialistas, cuando se rasgan indignados la vestiduras y afirman con impostada gravedad que esa intención de «españolizar a través de la escuela» es nada menos que preconstitucional y franquista.
Porque, veamos un poco, ¿desde dónde hacen esa crítica los nacionalistas y socialistas? ¿La hacen desde la firme convicción de que es la «libertad de identidad» el principio constitucional y democrático liberal a defender? ¿La hacen desde la idea de que el Estado –y su educación– debe ser neutral en materia de identidad cultural y, por tanto, no puede ponerse como meta infundir identidad concreta alguna? ¿Es así?
La respuesta es patente: no. Y si no lo creen, atiendan por un momento a la prosa fría y terminante del Boletín Oficial. El artículo 3-2º de la Ley de La Escuela Pública Vasca de 1993 declara taxativo que es función principal de la escuela vasca «facilitar el descubrimiento por los alumnos de su identidad cultural como miembros del pueblo vasco». Más claro, verde y en botella. ¿Desde esta base se increpa de preconstitucional y franquista a Wert? El artículo 10 del Estatuto de Autonomía Andaluz de 2007 propugnado por los socialistas establece que uno de los «objetivos básicos» del Gobierno andaluz es «conseguir el afianzamiento de la conciencia de identidad y de la cultura andaluza entre sus ciudadanos»: barra libre para el intervencionismo cultural sobre la conciencia individual. La Exposición de Motivos de la Ley de Educación catalana de 2009 declara enfáticamente que a través de la educación debe plasmarse «la voluntad de configurar una ciudadanía catalana identificada con una cultura común». ¿Es necesario seguir con las citas? Franquistas son todos, en tanto en cuanto su objetivo de homogeneizar culturalmente las poblaciones respectivas es idéntico al de Franco. Sólo que éste lo identificaba con España, y los de ahora con Cataluña, Euskalherria o Andalucía.
Pero el fin es idéntico, sólo varían los medios: unos por la fuerza bruta, otros por la fuerza de la mayoría democrática, pero todos persiguen homogeneizar culturalmente a sus poblaciones y para ello no vacilan en intervenir sobre las neuronas de sus niños. ¿Dónde está, matarile rile rile, eso de la «libertad de identidad» que nació en Europa como «libertad de conciencia» hace ya trescientos años? En la piel de toro no está, desde luego, en ninguno de sus rincones.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 13/10/12

miércoles, 26 de septiembre de 2012

quienes pagan impuestos no son los territorios, las comunidades autónomas, sino las personas

Artículo publicado en La Vanguardia el 26 de septiembre de 2012

Lo siento, niego la mayor, de Francesc de Carreras  

Los razonamientos deductivos se fundan en una o varias premisas que, a través de un proceso argumentativo, conducen a una determinada conclusión. Si la premisa es falsa contamina todo el argumento e invalida la conclusión.
Hasta hace pocos años, el independentismo catalán se basaba en la idea de que Catalunya es una nación, en el sentido identitario del término y, por tanto, tiene derecho a un Estado propio. Últimamente, a esta premisa se le ha añadido otra que es considerada como la causa de su éxito actual. Me refiero, naturalmente, al llamado “expolio fiscal”, o en términos todavía más burdos, pero habituales en las tertulias diarias de los medios de comunicación, a la denuncia de que “España nos roba”, que los catalanes estamos pagando excesivos impuestos que benefician al resto de España y no a Catalunya.
Estas tremendas acusaciones, repetidas machaconamente día tras día, han logrado que una gran parte de ciudadanos catalanes hayan interiorizado que, efectivamente, España nos roba, debemos poner fin a este expolio y la mejor manera de lograrlo es separarnos de España y constituirnos como Estado independiente. Al tradicional nacionalismo de Prat de la Riba se le ha sumado, pues, el de Umberto Bossi, el líder de la Liga Norte italiana: las zonas más pobres viven a costa de las más ricas, no hay derecho a esta desigualdad, hay que poner topes a la solidaridad.
Pues bien, creo que esta premisa, la del “expolio fiscal” y del “España nos roba”, es falsa: no hay expolio, no hay robo, no hay discriminación ni maltrato fiscal a Catalunya. Y si la premisa es falsa, las conclusiones forzosamente son equivocadas.
Debe partirse primero de una base indiscutible, no por repetida esencial para entender esta cuestión: quienes pagan impuestos no son los territorios, las comunidades autónomas, sino las personas, tanto físicas como jurídicas, es decir, los individuos y empresas. Además, si dejamos de lado al País Vasco y a Navarra -que son capítulo aparte-, las quince comunidades autónomas restantes, entre las que se encuentra Catalunya, están sometidas a la misma ley, a la Lofca, que se revisa periódicamente y cuya última reforma fue impulsada precisamente por el Govern de la Generalitat y aprobada a fines del 2009, aún no hace tres años. Pues bien, esta ley es igual para todas las comunidades, el porcentaje de cada uno de los impuestos que estas perciben es el mismo -respetando las modificaciones que pueden llevar a cabo dichas comunidades en virtud de su autonomía fiscal- y las reglas para calcular las cantidades que les corresponden son idénticas. Por tanto, con independencia de si es o no un sistema adecuado de financiación, no es discriminatorio ya que trata a todas las comunidades por igual.
Cuestión distinta es que el volumen total de rendimientos tributarios en las comunidades donde hay un grado mayor de riqueza sea más elevado que en aquellas otras en que esa riqueza es menor. Es la consecuencia del justo principio según el cual tributa más quién más tiene. Si en Madrid, Baleares y Catalunya, la renta media, el gasto por habitante y el beneficio empresarial es mayor, el volumen recaudado también lo será. A partir de este hecho, dado que uno de los fundamentos de todo Estado moderno es garantizar la igualdad entre los ciudadanos, es justo e inevitable que los poderes públicos gasten más entre los sectores más desfavorecidos que, normalmente, están concentrados en determinadas zonas y territorios.
Pongamos un ejemplo. En toda ciudad, los habitantes de ciertos barrios tienen, por lo general, rentas más altas que en otros: hay barrios ricos y barrios pobres. Aún tratando la ley a todos bajo el mismo criterio, las cantidades tributarias recaudadas en los barrios ricos forzosamente deben ser más elevadas que en aquellos que lo son menos. Si comparamos, en Barcelona, la zona de Sarrià-Sant Gervasi con la de Ciutat Vella, lo podemos comprobar. A su vez, el gasto público en los barrios pobres es justo que sea mayor -en enseñanza, sanidad y servicios sociales, por ejemplo- que en los barrios ricos y la única manera de financiarlo es mediante los impuestos generados en estos. Sin embargo, nadie de Sarrià-Sant Gervasi, a menos que sea un perfecto egoísta, puede considerar razonablemente que los de Ciutat Vella le roban y expolian. Simplemente se redistribuyen rentas por razones de estricta justicia: no se trata de solidaridad sino de igualdad.
Esto es lo que sucede entre comunidades autónomas. Hay que decir que las diferencias entre ingresos y gastos de unas y otras no es muy grande y que las que más contribuyen son, por este orden, Madrid y, a bastante distancia, Baleares y Catalunya. No he escuchado en los medios de comunicación de Madrid y de Baleares la terrible acusación de “España me roba” aunque, utilizando los mismos criterios de los nacionalistas catalanes, aún tendrían más razones para hacerlo.
Por tanto, esta premisa en que ahora se basa la independencia no parece muy convincente y, en consecuencia, las razones para pedirla, desde este punto de vista, tampoco parecen justificadas. Lo siento, pero niego la mayor.
Francesc de Carreras. Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.